Una poética y teológica evocación del «Fiat» de María ganó el segundo premio Cari Filii Letras

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Con la publicación de María, Puerta del Cielo terminamos de dar a conocer los cuatro trabajos galardonados con los Premios Cari Filii 2019, que fueron entregados el pasado 6 de junio en una ceremonia que tuvo lugar en Madrid, presidida por el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla.

Este texto, con el que participó María del Carmen Sandoval, de Argentina, es una potente y poética evocación del momento en el que la Virgen se convirtió físicamente en Puerta del Cielo: el Fiat! [¡Hágase!] al ángel para decir sí a la Encarnación y al plan de salvación de Dios para el mundo.

María, Puerta del Cielo

Vastos imperios destellaban aquí y allá, algunos milenarios, otros más nuevos. Soberbios reyes y emperadores imponían su fuerza de dioses falsos. En una remota aldea al pie de las colinas, allá en la galilea de las naciones, escondida como un diamante dentro de una geoda, latía la Esperanza del pueblo elegido por el Único Dios Verdadero: una niña con el perfume de todas las virtudes y los ojos como zafiros radiantes de musical silencio. En ella se fue cuajando el marfil de todas las generaciones santas, hasta que su SÍ marcó la plenitud de los tiempos. El Cielo pudo con Ella bajar de nuevo a la tierra. En el renovado Edén de su Corazón el nuevo Adán maduró como el verdadero Sol Victorioso que intuían los paganos, abriendo al fin la luz sobre todas las tinieblas humanas. María, la nueva Eva, sonreía arrodillada, acariciando y adorando esos latidos minúsculos e infinitos, cantando por dentro una canción de cuna. Escuchaba a lo lejos el martilleo que la brisa traía desde el tallercito de José al fondo del huerto, con el dulce perfume de la madera noble. Respiró profundamente y su corazón se encogió de dolor y de ternura. Ella era la puerta -¡al fin!- del Esperado de los siglos. Pero sabía que su niño venía a morir para darnos vida, y lo que la brisa le trajo fue el perfume de la Cruz.

Recordó sus primeros años, allá, en el Templo de Jerusalén, cuando día y noche suplicaba que llegue el día de la Promesa. Conocía perfectamente las Escrituras y amaba sobre todo los salmos que anunciaban al Ungido. Soñaba con conocer y servir a esa mujer agraciada y bendita que lo traería al mundo. Y cuando Gabriel le acercó el plan maravilloso del Padre de los Vivientes, ofreciéndole ser Ella la Puerta del Cielo, su pobre corazón de puros lirios se derritió de amor y de humildad, sin poder dar crédito a semejante honor. Pero fue solo un segundo, porque cada célula y cada átomo de su ser estaban preparados y listos para decir que sí.

Ahora su vientre estaba redondo, y su solcito divino listo para salir. Mañana temprano partirían hacia Belén para cumplir con el censo imperial. Nadie le dijo nada, pero Ella preparó en silencio las ropitas que había tejido con los hilos de su amor y su secreto. Su sonrisa iba y venía por la habitación y sus ángeles custodios detrás de Ella como un enjambre de luciérnagas.

Durante todo el día se dedicó a los preparativos y oró sin cesar por este viaje. Una profunda alegría sobrepasaba la alegría habitual que iluminaba su rostro. Caminaba resplandeciente, como si la Luz ya no pudiese ser retenida y escapase por todos los poros de su piel. Fue a buscar agua a la fuente detrás de la casa, y se sentó bajo la sombra de la glorieta a recordar una vez más ese instante del ¡Fiat! Ni siquiera se sorprendió de que esa palabra escapase de sus labios con tanta rapidez. Era solo el cumplimiento de cada suspiro y cada latido de su corazón durante toda su vida. Ese era todo el secreto. Era la única puerta en toda la humanidad que siempre estuvo abierta de par en par, dispuesta al asombro infinito de la Fe. En esos vastos imperios y reinos fastuosos que se extendían por doquier, ella era la única puerta de lirios inmaculados, la única alma abierta de par en par al Dios Verdadero. Desde afuera nada lo denotaba. Aunque estar frente a ella hacía que el corazón latiera fuerte, sin saber uno por qué. Virgen de las vírgenes, su pureza habitaba en un silencio casi perpetuo.. Por eso, cuando hablaba, los corazones se abrían como tierra reseca ante una lluvia primaveral. No se veía nada extraordinario, pero como todo sagrario imantaba el corazón sin que uno supiera por qué, y los que la trataban se iban transformados, purificados, como si una madre santa les hubiese dicho al oído -«¡ya viene El que te ama!»-…

Destilaba una hermosura que no se podía definir, y a veces, cuando oraban juntos, José creía ver como toda ella resplandecía. José se había transfigurado desde que el mismo Gabriel le anunció que el Ungido habitaba en María. Y para él también cada día era como un sueño. Recordaba cómo cada año había renovado su voto de virginidad, ofreciéndole al Altísimo su corazón para que dispusiese de él según su beneplácito. Y cuando -como descendiente de David- fue convocado al Templo para ser evaluado como posible esposo de una virgen, se sintió desconcertado, pero su alma humildísima obedeció, y fue el escogido. Desde ese día la luz de María le acariciaba los ojos, y él se sentía feliz de servir a la voluntad divina aunque no comprendiese. Intuía en ella lo sobrenatural, pero cada uno se refugiaba en un respetuoso silencio. Y cuando el vientre de la Madre se puso en evidencia ¡cuánto desconcierto!… Su oración palpitaba de tal manera que los latidos del corazón los sentía en todo el cuerpo. No podía desconfiar de Ella, porque sus espíritus estaban en comunión, con el Altísimo y entre ellos. Pero sufrió la lucha interior durante días. Hasta que el Ángel le devolvió la paz.

María puso el cántaro de agua fresca sobre la mesa. Ella era la llave del manantial hermoso de agua viva. Pensaba en su Niño, manantial perpetuo del amor divino. Se sirvió un poco de agua y la bebió lentamente, con los ojos cerrados. Ella era el Huerto Cerrado y La Puerta de la Vida. La primer Custodia viva, el útero de todas las almas, y lo sigue siendo. Su precioso Corazón sigue al lado de Jesús y nos sonríe cuando nos acercamos a Él. Ese Corazón que es la primer capilla de adoración perpetua, es el que nos atrae y nos presta las lágrimas que nos purifican.

Entro a la capilla de adoración perpetua de mi parroquia y allí están, los tres, igual que en la casita de piedra de Nazareth. Hasta me parece sentir el mismo enjambre de ángeles que les acompañaba en Galilea. Hay un olor a madera, siempre. Madera de carpintería, y un maestro trabajando ese corazón con la paciencia de un crucificado. Madera de la mesa familiar, y la misma Madre sirviendo el Pan de la vida. Madera de taller, y el mismo José tallando nuestro sagrario interior.

Cuando estoy de rodillas, los ojos cerrados, siento la misma brisa de los salmos en arameo, cantados bajo la luz naranja del atardecer. Oigo el martilleo del amor trabajando en las almas. Veo los colores invisibles del silencio que abraza. Es Galilea otra vez, es Galilea eterna, es la casita con perfume de hogar que siempre añoramos.

La Puerta no tiene cerradura, está siempre abierta. Es madrugada de sábado y la calle bulle de ruido, música estridente y voces juveniles. Entramos antes de volver a casa. Estamos cansados y sedientos. Pero extrañamente, al entrar se nos pasan la sed y el cansancio. Todo lo que buscamos afuera estaba acá adentro. Hay una Madre, un padre, y un Amor. Una mesa servida y un pan vivo. Unas manos callosas, rústicas pero suaves invitan a pasar. Hay frutas sobre la mesa, igual que en Nazareth. La Madre nos ofrece el Pan. No hace frío, como afuera. No hay filos hirientes, como afuera. Nada se derrumba, como afuera. Acá sí que se está bien, y da ganas de quedarse.

José recuerda una vez más cuando Gabriel corrió el velo del misterio y él sonrió con la gratitud más grande del universo. Sintió que el corazón galopaba loco de alegría en la garganta y cayó de rodillas, tanto en el sueño como despertando. Honor, temor, amor, reverencia, ternura… todo se juntaba y el corazón no alcanzaba a procesarlo. Y le pasa lo mismo cuando entro a la capilla y me arrodillo: custodio de la Puerta del Cielo, no para cerrarla ni abrirla, custodia los cinco panes y tres peces para que sean infinitamente multiplicados.

Jesús pasaba en medio de un remolino de gente, con sus apóstoles a los lados y unos niños correteando y gritando por delante. La Madre iba detrás con un grupito de mujeres que le acompañaban y servían, La anciana estaba sentada al costado del camino, como todos los días, pidiendo limosna. Jesús ¿la curaría alguna vez? Estaba muy vieja para correr detrás de El o para gritar. Así que vio pasar a Jesús rápidamente y lo miró resignada. Pero cuando pasó la Madre, la anciana sin pensar sintió el impulso de gritar: -«¡Madre del Pan!»… Era la intuición de los pobres y desamparados, el Espíritu que impulsaba ráfagas de fuego, y la Madre se giró y se detuvo. Sonrió y se dirigió hacia la anciana. Era otra vez, una vez más La Puerta del Cielo.

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