Queridos lectores:
«Tu Natividad, oh Virgen y Madre de Dios, anunció la alegría al mundo entero: porque de ti ha nacido el Sol de Justicia, Cristo, nuestro Dios, quien, borrando la maldición, nos trajo la bendición del cielo, y, confundiendo a la muerte, nos dio la vida perdurable»: así reza una de las antífonas que se rezan en la fiesta de la Natividad de María. Esta oración nos habla de dos realidades que se dieron el día que nació: una, que la llegada al mundo de aquella niña llena de gracia era un anuncio; dos, que ese anuncio nos colmaba de dicha y esperanza.
San Andrés de Creta, monje y compositor de himnos sagrados que vivió a caballo entre los siglos VII y VIII, dice esto mismo en el sermón donde celebra este nacimiento. Primero enumera los beneficios que Cristo nos ha hecho al revelarnos el «designio amoroso de Dios», es decir, «su anonadamiento, su encarnación y la consiguiente divinización del hombre».
Y luego añade que «convenía que esta fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación». Por tanto, «el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada».
Si la Santísima Trinidad había creado su alma sin pecado original, toda llena de gracia, ahora le tocaba a sus padres, San Joaquín y Santa Ana, preparar -en cuanto estuviese en su mano- a la Virgen Niña para «ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos».
Procesión de la Natividad en Scauri (Lazio, Italia)