Queridos lectores:
Cuando Adán y Eva confiesan a Dios su pecado, el Creador se dirige a ellos y al tentador para anunciar a cada uno su castigo (cf. Gén 3, 14-19). A la serpiente: «La mujer [anuncio de la Santísima Virgen] te aplastará la cabeza». A Adán: «Comerás con el sudor de tu frente». A Eva: «Parirás hijos con dolor».
Si ese fue el castigo del pecado original, ¿cabe que le fuese aplicado a quien se vio libre de esa mancha por el privilegio de ser concebida sin ella? Nuestra Señora sufrió mucho en vida, sí, y sobre todo a causa de su Hijo, pero nunca fue su Hijo el agente intencional de esos dolores. ¿Cómo pensar, entonces, que le hiciese pasar por espasmos que no merecía y que, por tanto, le habrían sido infligidos a ella no por herencia, sino de forma deliberadamente individualizada? La Madre sufrió por Corredentora, y su Hijo consintió esos dolores para asociarla a su obra de Redención. Pero ¿hacerla sufrir como pecadora, sin serlo?
Explica Fray Luis de León en Los nombres de Cristo: «Lo que en el vientre santo se concibió, corriendo los meses salió de él sin poner dolor en él y dejándole santo y entero. Y como el que nacía era, según su divinidad, rayo -como ahora decíamos-, y era resplandor que manaba con pureza y sencillez de la luz de su Padre, dio también a su humanidad condiciones de luz, y salió de la Madre como el rayo del sol pasa por la vidriera sin daño».
Se unen así dos dogmas de fe, la Inmaculada Concepción y la Maternidad Virginal de María, con el designio redentor de su Hijo: «Porque venía a reparar lo quebrado, no quiso hacer ninguna quiebra en su Madre» y «nació también de su Madre hecho carne, con pureza y sin dolor de ella».
Procesión de la Inmaculada Concepción en Valladolid. Foto: El Norte de Castilla