Rosanna Brichetti Messori, esposa de Vittorio Messori y, como él, escritora y publicista católica, ha editado en su calidad de socióloga y teóloga numerosas obras y artículos. A lo largo de este año, bajo la rúbrica Estoy a la puerta y llamo, ha ido publicando en el mensual de apologética Il Timone diversos artículos sobre los Misterios de la fe, que concluye en diciembre con uno sobre la Santísima Virgen:
María: Madre suya y Madre nuestra
Una breve, pero espero que intensa interpretación del Misterio cristiano: éste fue el compromiso que me impuse hace un año con esta rúbrica. Ha pasado el año y hemos llegado al último capítulo, al último encuentro, que no podía no dedicar a María, la Madre de Jesús pero también Madre nuestra.
El célebre Karl Barth decía que la mariología, esto es, la parte de la teología dedicada al estudio del papel de María, era el “cáncer” del catolicismo. Palabras ciertamente torpes, que sin embargo creo que demuestran –permítaseme que, con toda humildad, lo diga– una falta de experiencia directa del sentimiento católico hacia la Madre de Dios. Creo que bastaría una única estancia de algunos días en uno de los grandes santuarios marianos para convencerse de lo contrario: María adquiere relevancia e importancia en función de Jesús. Y todo creyente católico lo sabe bien. Me atrevería a decir que lleva este sentimiento en su ADN. Esto es, reconoce y sabe bien cuál fue el papel de María en las diversas etapas de la vida de Jesús. Cuando, con su «Sí», abrió el camino a la Encarnación del Verbo. Luego, cuando crió a su hijo –entre acontecimientos que se revelaban a cual más extraordinario- acompañándole hasta aquellas bodas de Caná donde directamente le impulsó a dar comienzo, con su primer milagro, a su vida pública. En fin, a su lado a los pies de aquella cruz sobre la cual morirá.
Pero todo católico sabe también que precisamente allí, en aquellos momentos tan trágicos en los que su Hijo se estaba muriendo y su misión como Madre física de Jesús parecía concluir, María recibirá, precisamente de su Hijo moribundo, el mandato que desde aquel momento la transformará en la Madre del Cuerpo Místico, es decir, de todo creyente. Un hecho del que la Iglesia primitiva fue consciente desde los inicios. Lo demuestra no solo la presencia de María en el cenáculo con los apóstoles el día de Pentecostés, sino también la devoción de la que fue objeto durante los primeros siglos, y que las excavaciones arqueológicas han descubierto. Lo demuestran la liturgia, que enseguida comenzó a subrayar su poder de intercesión, y aquellos dos primeros dogmas marianos –maternidad divina y virginidad perpetua- que demuestran la comprensión de de hasta qué punto ella era necesaria precisamente para sostener y comprender los dogmas cristológicos. Si Jesús era verdadero Dios, pero también verdadero hombre, es precisamente porque, como dice Pablo, había “nacido de mujer”. Y María era en cierto modo la garantía de ese equilibrio.
Hablaba antes del ADN. Es justo lo que nos hace dirigirnos a María pidiéndole ayuda, seguros de que ella intercederá ante el Hijo. Es lo que nos lleva a acudir a los santuarios marianos, nacidos a menudo en los lugares de las apariciones, fenómeno que confirma su importancia no solo como mensajera divina sino también como sostén de nuestra fe, a menudo incierta (“Vengo a recordar el Evangelio olvidado”, dijo en Kibeho). Es, en fin, lo que nos permite esperar que nos acompañará también en los actuales esfuerzos eclesiales hasta el momento en el que, como profetizó, junto al corazón de Jesús también su Corazón Inmaculado triunfará.
Traducción de Carmelo López-Arias.