María, nuestra gran Esperanza, de Carmina Coloma Miró, ha sido el Premio Cari Filii 2017 en la categoría de artículos y vídeos. Se trata de un testimonio donde relata la presencia palpable del consuelo de Nuestra Señora en la vida de su hija Maki, a quien, a consecuencia de una enfermedad degenerativa, le fue extirpado medio cerebro. La historia fue relatada por Sofía Gonzalo en Aleteia y de allí recogida posteriormente por Cari Filii.
En el trabajo premiado, Carmina Coloma expresa la gratitud de la familia a la Virgen María en medio de las innumerables intervenciones médicas que ha vivido la pequeña: “¡Qué buena eres Madre mía! ¡Qué llevaderas son las cargas cuando estamos junto a Ti!… Aunque todo el mundo se enfadaba ya por tanto sufrimiento, nosotros estábamos muy serenos. Sabíamos que Ella no iba a dejarnos”.
Este es el artículo íntegro que mereció el galardón de la fundación mariana:
María, nuestra gran Esperanza
¿Cómo empezar la historia de mi pequeña, que tan ligada ha estado siempre a nuestra queridísima Madre?
Comenzaría contando, que ya desde el principio, Ella quiso hacerse presente en el día de su bautizo. Decidimos su nombre después de un intenso casting de nombres de Vírgenes, pues mi marido me dejó bien clarito que, «para nuestra pequeña no quería nombres de santas de poca monta”. Quería el nombre de alguna advocación mariana, «quiero el nombre de una Virgen bien bonita». Nuestra hija mayor, se llama Almudena, la segunda, Rocío y la pequeña decidimos llamarla Macarena.
El sacerdote que la bautizó, se puso muy pesado el día de la ceremonia diciéndonos, que su nombre, en realidad era nuestra Señora de la Esperanza y que Macarena, era más bien un mote.
Insistía tanto, que finalmente fue bautizada como Esperanza Macarena. Yo pensaba: ¡qué pesado con lo de Esperanza, si a mí me gusta Macarena!
Casualidad no es, que su madrina se llame también Esperanza. Era como si el Señor, quisiera dejarnos bien claro desde el principio lo que iba a pedirnos en toda esta historia: Esperanza,… mucha Esperanza.
Nuestra pequeña, una niña sana, divertida y lista, la menor de mis siete hijos, nunca se ponía mala y era la alegría de la casa. El 14 de febrero del 2012, con tan solo tres añitos, Maki sufrió su primera crisis epiléptica, dándonos un susto de muerte a toda la familia.
A partir de ahí, se sucedieron infinidad de pruebas y estudios, que apuntaban a un diagnóstico que más tarde resultó ser erróneo. Parecía que Maki sufría una displasia neuronal, y eso supondría infinidad de crisis incontrolables. Pero no podíamos imaginar lo que aquello iba a cambiar nuestra vida.
Comenzamos a vivir un auténtico infierno. Maki tenía crisis de día y de noche. En casa, cuando bajábamos al jardín, en el coche,… Estas crisis epilépticas suponían un estrés muy grande pues había que sacarla de esa situación con una medicación de rescate. Mi pobre hija se quedaba totalmente postrada y le producía una bajada de pulsaciones y de frecuencia respiratoria que nos llevaba en muchas ocasiones al hospital para vigilar su recuperación. Nuestro día a día era de una vigilancia constante. En más de una ocasión, mientras conducía, la observaba por el espejo retrovisor y al verla con una crisis, tenía que dar un frenazo, apartarme de la circulación, sacarla de su sillita, tumbarla de lado, ponerle una medicación de rescate y de ahí al hospital para recuperarla. El corazón en un puño y los nervios puestos a prueba constantemente.
Durante toda esta época, María fue siempre nuestro mayor consuelo, yo siempre pensaba: nadie mejor que Ella sabe lo que es sufrir por un Hijo.
Sabíamos que un caso tan difícil, solo podíamos pedírselo a María. Si algo podía hacer, sabíamos que lo haría. Por otro lado, Makita siempre decía que a ella le iba a curar la Virgen María, y lo decía con tanta convicción que, a pesar de que las cosas iban cada vez peor, nunca perdíamos la esperanza.
Durante toda esta época de angustia y estrés, con Maki sufriendo hasta más de treinta crisis epilépticas al día, nuestras “medicinas” para poder llevarlo con serenidad fueron el Rosario y el Sagrario. Mis vecinas me hacían llegar lexatines, pues no entendían que semejante situación pudiéramos sobrellevarla sin ese tipo de medicaciones, pero nunca tomamos nada. Rezar un Rosario detrás de otro y estar junto al Señor en el Sagrario, fueron nuestro mayor consuelo.
Nuestras noches eran un constante duerme-vela, pendientes de sus crisis nocturnas y rezando sin parar. Tuvimos que ponerle una camita a nuestro lado, y sufríamos de ver que nada conseguía hacerla mejorar.
Cada mañana aparecían en nuestra cama un par de rosarios, el mío y el de Richi, mi marido.
Viendo que Maki cada vez estaba peor, los médicos decidieron operarla.
Desde ese momento, se sucedieron cuatro operaciones, con el margen de un mes entre una y otra. Maki se jugaba la vida en cada una de ellas. Cada vez que entraba en quirófano, le hacía besar una imagen de la Virgen, y después, se la pasaba por su cabecita. Las duras esperas en aquella salita del hospital esperando noticias de nuestra pequeña, las pasábamos rezando el Ave María sin parar. Ni siquiera éramos capaces de controlar los misterios del rosario. Era un constante: Dios te salve María,… Dios te salve María…
Allí iban llegando familiares y amigos para interesarse por la pequeña, pero nosotros tras saludarles y agradecerles su compañía, continuábamos con nuestra constante súplica para que la Virgen intercediera por nuestra pequeña… Dios te salve María… Dios te salve María…
Rezar el Rosario nos ayudaba a no pensar en lo tremendo de la situación y además, nos consolaba saber que Ella, estaba a nuestro lado.
Después venían los peligrosos postoperatorios, y los cuidados de una Makita con su cabecita abierta.
En cada camita donde ella estuviera, ya fuera en la UCI, en la sala de reanimación o en su habitación de planta, una estampa de Nuestra Madre, presidía su cabecera. Un día se acercó su neurólogo y nos dijo, que era admirable cómo estábamos llevando todo. Que había padres con cosas mucho más leves que lo de Maki, y era tremenda su desesperación. Le contestamos que Ella, señalando la estampa de la cabecera de Maki, era nuestro consuelo. Me dio mucha pena escuchar, que el doctor, una vez le habló de Dios a unos padres y casi le pegan. ¡Qué horrible debe ser pasar algo así sin el consuelo de la fe!
Los médicos no sabían por qué la niña estaba cada vez peor.
Tuvieron que revisar bien todas las pruebas, para ver si descubrían qué estaba pasando. El 8 de agosto, supimos lo que ocurría: Maki padecía encefalitis de Rasmussen. Una encefalitis crónica degenerativa y autoinmune, que iba destrozando su pequeño cerebrito. Solo había 200 casos en el mundo y la única solución para frenarla y salvarle la vida era, quitarle todo su hemisferio cerebral derecho. Esta enfermedad se desarrolla atacando un hemisferio cerebral hasta dejarlo totalmente fulminado. Las crisis que se producen durante el desarrollo de esa enfermedad podía acabar con la vida del enfermo. Semejante noticia, que nos dejó helados, y sin saber cómo reaccionar, nos hizo, si cabe, confiar más en la intercesión de la Virgen María. Así que a seguir rezando y confiando. Solo Ella podría consolarnos ante tanto sufrimiento. Mientras Maki ya no podía casi moverse y la enfermedad la estaba matando, la Virgen María era nuestra gran esperanza.
Pasamos unos días muy intensos y duros en la UCI, donde Maki se nos moría, machacada por la enfermedad. Con crisis constantes, muy graves, y pidiéndole a la Virgen que nos ayudara, por lo menos, para que Maki llegara a la operación. Ni médicos ni enfermeras, pensaron que aguantaría, pero no contaban con la ayuda de la mejor neurocirujana del universo: ¡la Virgen María!
Maki superó las doce horas y media de quirófano. Aquello ya era un milagro, dado el estado en el que entraba y la envergadura de la operación. Y si eso ya era increíble, Ella nos tenía reservada otro gran regalo. Los médicos nos pidieron paciencia para ver a Maki en silla de ruedas durante un tiempo. La evolución de Maki era realmente impredecible. Bastante era poder contar con la vida de nuestra pequeña, esperar mucho más se antojaba demasiado difícil, pero la Virgen nos tenía reservadas algunas sorpresas. En el puente de la Inmaculada pudimos por fin, llevarla a Lourdes, a los tres meses de la operación. En este viaje yo pude sentir el inmenso Amor de Madre que me decía: “venid a mí, que yo sé mejor que nadie lo que estáis sufriendo, venid, que yo os consuele.”
¡Maki comenzó a andar! En una parada que hicimos camino de Lourdes dio sus primeros pasos y tras bañarse en los baños del santuario, volvió a caminar. Las voluntarias que la vieron entrar en silla de ruedas, no daban crédito. En ese viaje, la Virgen, quiso darnos ese inmenso regalo. Maki volvía de Lourdes ¡ANDANDO!
La lluvia de Ave Marías que caían cuando estaba enferma, para pedirle ayuda, se tornaban en otra lluvia de Ave Marías de AGRADECIMIENTO. ¡Qué buena eres Madre mía! ¡Qué llevaderas son las cargas cuando estamos junto a Ti!
Todavía nos quedaba superar una operación más, la sexta en ocho meses, que arreglará una peligrosa hidrocefalia. Aunque todo el mundo se enfadaba ya por tanto sufrimiento, nosotros estábamos muy serenos. Sabíamos que Ella no iba a dejarnos.
Actualmente Maki lucha por superar las tremendas secuelas que quedaron tras semejante operación. Sorprende a todo el mundo lo bien que está, y claro, es que nuestra peque es el resultado de mucha oración y mucha rehabilitación. En esta situación que nos ha tocado vivir, hemos contado con muy buenos profesionales de la medicina, a los que les estaremos siempre muy agradecidos y con la ayuda de la oración de muchas personas que nos han sostenido en los momentos más difíciles.
Hoy día disfrutamos de nuestra pequeña, que es la alegría de la casa y seguimos abandonados en la manos de Dios y en la intercesión de Santa María, que siempre será Esperanza Nuestra.