En la iglesia de los carmelitas de Döbling, un señorial distrito al norte de Viena (Austria), se venera una imagen de la Virgen con una historia singular: Nuestra Señora de la Gracia, conocida popularmente como María con la Cabeza Inclinada. Es una pintura al óleo, obra de un maestro desconocido de la escuela italiana de los siglos XV y XVI, y de un pequeño tamaño: 45×60 centrímetros. Tiene su origen en un milagro que nos recuerda la necesidad de rezar por las almas del purgatorio, para que alcancen pronto el Cielo.
El cuadro fue encontrado en 1609 por un religioso español en Roma, Domingo Urrusolo (o Ruzola o Ruzzola en Itala), quien adoptaría en religión el nombre de Domingo de Jesús María (1559-1630), natural de Calatayud (Zaragoza), fue uno de los primeros monjes de la reforma teresiana, y había llegado a la Ciudad Eterna en 1604. Allí fundó el primer convento carmelita en la Urbe, el de Santa Maria della Scala, en el Trastevere.
Buscando un lugar para fundar el segundo monasterio romano, el de Santa María de la Victoria, encontró una casa medio en ruinas. Mientras la revisaba a fondo para estudiar su adquisición, pasó ante un montón de escombros. Iba a continuar su trabajo, cuando algo le dijo que debía mirar más cuidadosamente entre aquella basura. Empezó a apartar trozos de madera y enseres viejos, hasta que reparó en lo que parecía ser un cuadro antiguo. Cuando pudo rescatarlo, comprobó que era una bella pintura de la Virgen María.
El milagro
En el diario donde anotaba sus gestiones como prior, lo primero que escribió aquel día fray Domingo fue el sentimiento que le invadió al verla: «Siento, querida Madre, que alguien haya tratado tu imagen de forma tan terrible. Te llevaré al monasterio conmigo, te colgaré en mi celda y te tributaré el homenaje que mereces«. Así lo hizo. La restauró en cuanto pudo y supo, y le rezaba todos los días, pidiéndole su ayuda en los desvelos por hacer fructificar la orden en Italia.
Pero un día, los rayos del sol que entraban por su ventana se posaron sobre la pintura y descubrieron una mancha que el buen monje no había detectado antes. Lamentando lo que consideraba una negligencia suya y el trapo sucio con el que se aprestó a remediarla, empezó a limpiarla cuando sucedió el milagro. La imagen le sonrió y se inclinó levemente en signo de gratitud, al tiempo que le daba las gracias por las atenciones que le había dedicado.
Fray Domingo se asustó, temiendo estar siendo engañado por el Enemigo. Entonces la Virgen le dijo: «No temas, hijo mío. Pídeme lo que quieras y te lo concederé como recompensa por tu amor a mi Hijo y a mí». El carmelita le pidió entonces que liberase del Purgatorio a un amigo suyo, y recibió la promesa de hacerlo si él se sacrificaba por ello y le ofrecía misas con esa intención. Y la imagen quedó fijada tal como se la conoce hoy.
El religioso cumplió lo que María le había pedido, y al cabo de un tiempo se le apareció para comunicarle que su amigo había sido acogido ya en el Cielo. Y dijo algo más: «A quienes me veneren en esta imagen y busquen refugio en mí, les concederé las gracias que me pidan, especialmente quienes me pidan por la liberación de las almas del purgatorio«.
Un largo recorrido
Consciente de que aquel cuadro dejaba así de pertenecerle, fray Domingo de Jesús María pidió permiso a sus superiores y la colocó en la iglesia de Santa María della Scala, donde permaneció hasta su muerte en 1630. Y sin duda bendijo sus obras, pues en los años siguientes fundó varios conventos en Italia. Luego fue capellán militar en la batalla de la Montaña Blanca, cerca de Praga, en 1620, victoria de la liga católica sobre los protestantes en el marco de la Guerra de los Treinta Años. Había llevado el cuadro consigo para que protegiese a las tropas imperiales, y ante ella rezó Fernando II, quien luego quiso conservar a su lado al fraile como director espiritual. Lo llevó consigo al Palacio Imperial de Hofburg, en Viena, donde a la postre moriría, no sin antes aprovechar la confianza del emperador para impulsar durante aquellos años la fundación de monasterios carmelitas en el Imperio, entre ellos los de Viena, Praga y Graz.
La fama de la imagen llegó a oídos de Maximiliano de Baviera, benefactor de la orden, quien pidio al hermano Anastasio de San Francisco, gran amigo y ayudante de fray Domingo, que se la llevaran y así poder venerarla en la iglesia carmelita de Múnich. Obtuvo lo que pedía, y tras unos meses de préstamo, en 1631 el cuadro fue conducido por las aguas del Danubio hasta Viena, donde quedó instalada en la capilla imperial. Allí tuvo lugar una nueva aparición milagrosa, durante la cual Nuestra Señora prometió: «Yo siempre protegeré a la Casa de Austria con mi intercesión ante Dios y exaltaré su poder mientras el emperador sea piadoso y devoto mío».
Fernando II falleció en 1637. Entonces la emperatriz Leonor se retiró al convento carmelita vienés y se la llevó consigo, venerándose en la capilla monacal. Le hizo un altar de mármol y le bordó ella misma un manto. Cuando murió, en 1655, la imagen se colocó en la iglesia carmelita, y allí gozó de la veneración popular. El templo sufrió graves daños durante el asedio turco de 1683, pero el cuadro había sido puesto a buen recaudo, y a ella imploraron los defensores de la ciudad, que salió victoriosa del trance tras la batalla de Kahlenberg, con el triunfo de Juan III Sobieski sobre los sitiadores mahometanos.
Tras ser reinstalada en el monasterio carmelita, permaneció allí hasta la construcción en 1901 de la nueva iglesia neobarroca en Döbling, su emplazamiento actual.
Durante la Primera Guerra Mundial fue llevada en procesión tres veces hasta la catedral de San Esteban para implorar la paz. En 1931 el cardenal Gustav Piffl, arzobispo de Viena, la coronó en nombre del Papa Pío XI.
Unos años antes, en 1907, San Pío X había declarado Venerable a fray Domingo de Jesús María, cuyo proceso de beatificación se había abierto en 1676. La Iglesia hacía suya así la gratitud de la Virgen, tres siglos atrás, al fraile que quería verla siempre hermosa.
María, Salud de los Enfermos, ruega por nosotros.