Este domingo se clausura en el Palacio Real de Milán la magna exposición sobre Antonello da Messina (1430-1479) que ha reunido, procedentes de sus respectivas ubicaciones en Italia y en distintas ciudades europeas, algunas de las mejores obras del pintor siciliano. Han podido contemplarse 19 de las únicas 35 que se conservan de quien está considerado como el mejor retratista del Renacimiento. Un «pintor no humano», como le calificó su propio hijo al concluir una pintura que dejó inacabada al morir.
De entre todas las obras seleccionadas, destaca su magna Annunciata o Virgen de la Anunciación, con su originalísima visión del instante: «Supone una revolución artística», explica Clara Mazzoleni, «por la decisión de representar a María en el momento de la Anunciación sin pintar al ángel, situándolo fuera del cuadro, delante. La eterna reiteración de un instante, la metáfora suprema de la pintura: cada vez que la contemplamos, la imagen susurra ante nuestros ojos».
«¿Cómo explicar con palabras la perfección de la Annunciata?», añade Mazzoleni.
Es lo que ha intentado Margherita del Castillo en un artículo de La Nuova Bussola Quotidiana:
La Anunciación: todo en los ojos de María
“La eternidad fijada en un instante”: así sintetiza un célebre estudioso la imagen de la Anunciada, que se incorporó por derecho propio al exiguo corpus de obras conservadas y conocidas de Antonello da Messina, tras haber sido atribuida durante mucho tiempo a Durero. Es la obra de madurez del artista, fechada en 1475, y figura entre las más célebres del Renacimiento italiano.
El pictore ceciliano Antonellus Messeanus, como solía firmar, contrae la tradicional iconografía del episodio evangélico (la cual establece una explícita manifestación, junto a la Virgen, del ángel de la Anunciación) y concentra solo en la figura de la Virgen el dramatismo del momento más importante en la historia de la humanidad.
Perfilándose sobre un fondo oscuro, y enmarcado por un manto de color azul ultramarino hecho de lapislázuli mezclado con albayalde, el rostro perfectamente oval de María aparece concentrado, con su intensa mirada dirigida a la derecha, dirección de donde proviene esa luz que, jugando con las sombras, esculpe la figura. Intuimos que se encuentra ante una misteriosa presencia cuya llegada, como una brisa ligera, apenas ha movido las páginas del libro sobre el atril que tiene ante sí, unas hojas donde imaginamos escritas las profecías que precisamente en ese instante se están cumpliendo en ella.
Icono perfecto, magnética y extraordinariamente moderno, María es, al mismo tiempo, una mujer normal de la cual Antonello, habilísimo retratista, es capaz de expresar la consistencia y la fuerza moral interiores, junto con un sentido del pudor que le lleva a sujetar, con el gesto de la mano izquierda, la solapa del manto que la envuelve.
No por ello María se cierra en sí misma. La mano derecha, tan perfectamente dibujada, define la dimensión del espacio, lo construye, con la complicidad del borde del atril y de esa pose ligeramente de tres cuartos tan propia de la pintura flamenca. Con su simple gesto, aparentemente inmóvil, María crea un movimiento que tiene algo de absoluto, expresando conscientemente ese «sí» que cambiará el curso de la historia.
Traducción de Carmelo López-Arias.