Cuando apareció en Roma la Virgen de la Medalla Milagrosa: así cambió la vida de este judío

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Alfonso nació en Estrasburgo, era el undécimo hijo de una familia de banqueros.

La basílica de Sant’Andrea delle Fratte, dirigida por los padres Mínimos de San Francisco de Paula, es el lugar donde la vida de Alfonso Ratisbonne cambió para siempre. Con una conversión instantánea. Lo cuenta Sara Alessandrini en el número 254 (octubre de 2025) de Il Timone.

En el corazón de la Ciudad Eterna, en el barrio de Colonna, entre la plaza de España y la famosa Fontana di Trevi, se encuentra la basílica de Sant’Andrea delle Fratte, dirigida desde 1585 por los padres Mínimos de San Francisco de Paula.

Al entrar en el lugar sagrado, la atención de los peregrinos y devotos se centra en la pequeña capilla situada en el lado izquierdo de la iglesia. Aquí, el 20 de enero de 1842, tuvo lugar un acontecimiento extraordinario que cambiaría la vida de un hombre judío, Alfonso Ratisbonne, y aumentaría considerablemente la devoción mariana en todo el mundo.

La basílica de Sant’Andrea delle Fratte.

Familia de banqueros

Alfonso nació en Estrasburgo, era el undécimo hijo de una familia de banqueros, perdió a su madre a una edad temprana y pronto también a su padre. Se fue a vivir con un tío al que estaba muy unido. Alfonso se definía a sí mismo como «un judío de nombre», porque en realidad ni siquiera creía en Dios y en su casa no se practicaba ninguna prescripción del judaísmo.

Era un joven culto y acomodado, amaba los placeres de la vida, «los negocios le ponían nervioso y las oficinas le ahogaban». Su prometida, Flora Ratisbonne, era la hija de su hermano mayor. Alfonso la definía «una chica dulce, amable y graciosa», y pensaba que la joven llenaría los vacíos de su existencia. Su odio se dirigía al único miembro de la familia que se había convertido al catolicismo, su hermano Teodoro.

A la espera de la boda, el joven decidió emprender un viaje de placer. Pasó unos días en Marsella y luego llegó a Nápoles, donde permaneció un mes. Siguiendo las recomendaciones del médico y de su prometida, que le aconsejaban no pasar por Roma debido a la malaria que azotaba la ciudad, pensó en ir a Palermo, pero algo lo detuvo.

«Me equivoqué de camino»

«No puedo decirlo, no puedo explicarlo. Creo que me equivoqué de camino, porque en lugar de ir a la oficina de sitios para Palermo, llegué a la oficina de diligencias a Roma«, escribió Ratisbonne en una carta autobiográfica al señor Dufriche-Desgenette, director de la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias en París.

Antes de abandonar Roma, Alfonso decidió visitar al barón De Bussières. En la casa del barón ocurrió algo inesperado. «Por cierto», me dijo el señor De Bussières, «puesto que detesta la superstición y profesa doctrinas tan liberales, ¿tendrá el valor de someterse a una prueba inocente? […] llevar consigo un objeto que quiero regalarle».

Alfonso aceptó llevar al cuello la Medalla milagrosa «como prueba del delito para ofrecérsela a su prometida». No imaginaba que ese pequeño signo prepararía el terreno para un encuentro que transformaría radicalmente su vida. Tan pronto como se puso la Medalla, Ratisbonne exclamó: «¡Ah! ¡Ah! ¡Aquí estoy, católico, apostólico y romano! Era el demonio quien profetizaba con mi boca», contaría más tarde en sus cartas. De Bussières pidió al joven que completara la prueba: además de llevar la medalla, debía recitar el Memorare, la breve oración que san Bernardo dirigía a la Virgen María.

Un encuentro inesperado

Al principio, el joven se negó rotundamente, pero ante la insistencia del barón, tuvo que ceder; se vio obligado a copiar el texto de la oración y luego devolvérsela al barón. Finalmente, bajo la insistencia de su amigo francés, se quedó en la Ciudad Eterna unos días más.

El 20 de enero de 1842, después de desayunar en el hotel, se dirigió al centro, cerca de la plaza de España, donde se encontró con De Bussières. Entraron juntos en la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte para hacer un recado. En su interior, mientras tanto, se preparaba con fervor el funeral del conde La Ferronays, amigo del barón.

Ratisbonne se quedó solo en la iglesia:

«Caminaba mecánicamente, mirando a mi alrededor, sin detenerme en ningún pensamiento, solo recuerdo un perro negro que saltaba y brincaba delante de mí… pronto ese perro desapareció, toda la iglesia desapareció, ya no veía nada… ¡o más bien, Dios mío! ¡Solo veía una cosa! ¿Cómo podría hablar de ello? ¡Oh! No, la palabra humana no debe intentar expresar lo inexpresable, cualquier descripción, por sublime que sea, no sería más que una profanación de la verdad inefable. Las primeras palabras fueron de agradecimiento al señor La Ferronays, […] sabía con certeza que había rezado por mí, no sabría decir cómo lo supe».

Estas son las palabras con las que Alfonso Ratisbonne describió la aparición de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa.

Bautismo y sacerdocio

Ratisbonne comprendió al instante la verdad de la fe cristiana, y ese mismo día comenzó un camino que lo llevó al bautismo y, posteriormente, al sacerdocio. El amor de Dios había sustituido a cualquier otro amor, incluso su novia le aparecía de repente bajo una luz diferente. «La amaba como algo que Dios tiene en sus manos, como un don precioso que hace amar aún más al donante», confiesa Alfonso en sus escritos.

La historia de Ratisbonne nos recuerda que la fe puede nacer incluso en los corazones más áridos y que María, a través de la Medalla milagrosa, sigue siendo signo de consuelo y gracia. Visitar la basílica de Sant’Andrea delle Fratte no solo significa admirar una espléndida basílica barroca, sino vivir una profunda experiencia espiritual, siguiendo las huellas de un milagro que cambió la vida de un hombre y conmovió al mundo entero.

El origen de la medalla

La devoción a la Medalla Milagrosa nació en París en 1830, cuando la joven novicia Catalina Labouré, perteneciente a las Hijas de la Caridad, vio a la Virgen María en la capilla de la Rue du Bac. María le mostró la imagen de la medalla y le pidió que la acuñara y la difundiera entre los fieles, como instrumento de protección y gracia.

Desde entonces, la pequeña medalla con la inscripción «Oh María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a vos» se ha difundido por todo el mundo, convirtiéndose en símbolo de fe y esperanza, capaz de acompañar a millones de personas en su vida cotidiana.

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