“La Virgen fue y sigue siendo el personaje más intensamente, más extensamente y más personalmente sentido de todos los personajes divinos, humanos o imaginarios que jamás hayan existido entre los hombres”.
No es una frase devocional, sino la constatación de un hecho por parte de un historiador no católico que supo descubrir como casi nadie el impacto de la Madre de Dios en la historia: Henry Adams (1838-1918), un bostoniano de la élite protestante de Nueva Inglaterra, bisnieto del segundo presidente y primer vicepresidente de Estados Unidos, John Adams, y nieto del sexto, John Quincy Adams.
¿Cómo llegó Adams a esa conclusión tan distante de la tradición puritana de su entorno social, a la que acusó precisamente de no entender el papel de Nuestra Señora en el pueblo cristiano, y del unitarianismo en el que fue formado, un neo-arrianismo que niega la Trinidad y la divinidad de Cristo? Había viajado a Europa desde muy joven, y no solo su visión erudita supo captar la omnipresencia de la Santísima Virgen en todas las formas de la cultura tradicional europea, sino que, con una sensibilidad especial, comprendió que esa omnipresencia era el alma misma de la Cristiandad y respondía a una psicología humana y razonable.
«Después de todo, los hombres no eran del todo inconsecuentes», decía Adams: «Su vínculo con María respondía a un instinto de supervivencia. Sabían que estaban en peligro. Si había una vida futura, María era su única esperanza«. Ante la ley divina, «esencialmente eterna, infinita, inmutable», que no permitía «debilidad ni error», los hombres «se veían forzados a ir de esquina en esquina siguiendo una lógica implacable, hasta caer desvalidos a los pies de María… felices de encontrar protección y esperanza en un ser que podía entender el lenguaje que ellos hablaban y las excusas que podían ofrecer«.
A pesar de la inexactitud teológica de estas palabras, que desconocen la misericordia propia de Cristo mismo, el historiador norteamericano había captado muy bien la psicología del hombre medieval al imbuir todas las manifestaciones de la vida cotidiana de la presencia de la Virgen María como socorro, auxilio y madre que se apiada de sus hijos.
Su gran encuentro con la Virgen María fue, ya sexagenario, cuando ahondó en su perspectiva sobre la catedral de Chartres. Tenía el alma rota por el suicidio en 1885 de su mujer, la fotógrafa Marian Hooper, tras trece años de feliz matrimonio. No tenían hijos y estaban muy unidos, pero ella entró ese año en una profunda depresión al morir su padre y se envenenó con el cianuro potásico que utilizaba para sus revelados.
Adams intentó superar el trauma viajando durante años por todo el mundo, pero acabó asentándose en Washington para los inviernos y en París para los veranos. Buscando un punto en el que focalizar su vida y sus estudios, lo encontró en la Cristiandad medieval: un giro radical, pues hasta entonces su tarea como investigador se había centrado en la historia de Estados Unidos. «Para apagar su melancolía y sobrellevar la aceleración de principios del siglo XX, buscó la sabiduría y la belelza en la belelza del siglo XII», explica Stephen Schmalhofer en First Things: «Y camino a Chartres descubrió que casi todas las grandes iglesias de los siglos XII y XIII pertenecían a María».
En 1900, Adams había visitado la Exposición Universal de París acompañado del astrónomo Samuel Langley. Allí descubrió, en los pabellones industriales donde se exponían las grandes máquinas de vapor y sus gigantescas dinamos, la idolatría de la fuerza mecánica que anunciaba su dominio en la centuria naciente. Y se le ocurrió una comparación que haría fortuna: «En el Louvre y en Chartres… se encuentra la fuerza más alta jamás conocida por el hombre, creadora de las cuatro quintas partes del mejor arte, capaz de ejercer una atracción sobre el alma humana mayor que todas las máquinas de vapor y que todas las dinamos concebibles… Todo el vapor del mundo es incapaz de construir Chartres, pero la Virgen pudo… Símbolo o energía, la Virgen actuó como la mayor fuerza que el mundo occidental haya experimentado jamás, y atrajo hacia sí las actividades de los hombres con más fuerza que cualquier otro poder natural o sobrenatural haya podido nunca ejercer«.
Esta contundente afirmación se incluye en el capítulo La dinamo y la Virgen de su obra más célebre, considerada cumbre del género autobiográfico, La educación de Henry Adams, escrita en tercera persona en 1907 y que completa su visión de la Edad Media como un universo que gira en torno a Nuestra Señora, algo que ya había expresado en 1904 en Mont Saint Michel y Chartres. Que es, según describe Agnes Howard, «un libro de viajes que recoge el reconocimiento que tributaban a la Virgen los artesanos y los devotos que le ofrecían lo mejor que tenían porque pensaban que valía la pena«.
En las páginas de Mont Michel y Chartres, a pesar de sus limitaciones porque Adams no conseguía entender la sobrenaturalidad de la Madre de Dios y la veía solo como el centro capaz de atraer todo hacia sí y construir sobre sí como pilar la civilización más rica de la historia, se encuentran expresiones bellísimas de lo que significó la Virgen para los cristianos medievales: «[La catedral de Chartres] es una fantasía de niño, una casa destinada a agradar a la Reina del Cielo, a agradarle tanto que pudiera encontrarse feliz en ella, para encantarla mientras sonríe… Fue la más grande de los artistas, de los filósofos, de los músicos y de los teólogos que jamás hayan vivido sobre la tierra, excepto su Hijo. Pero en Chartres, Él era todavía un pequeño niño bajo su protección. La iglesia fue construida para ella en un espíritu de fe ingenua, práctica, utilitaria y en pureza de pensamiento, en todo punto comparable al de la niña que prepara una casa para su muñeca preferida».
Son párrafos de Adams que recoge John Senior en La restauración de la cultura cristiana, y él añade que esto es verdad no solamente para las grandes catedrales, sino para «la cultura cristiana absolutamente en todo lugar, y lo será siempre, sobre toda la superficie de la tierra. Y María es su causa, su consecuencia y su medida«.
Por eso Senior, al instar a sus lectores a restaurar la sociedad cristiana, les interroga sobre su centralidad mariana: «Cada uno de nuestros vestidos y cada una de nuestras diversiones, cada una de nuestras conversaciones, de nuestras empresas o de nuestros experimentos en los laboratorios, cada uno de nuestros escritos, ¿le están dedicados?… La restauración de la cristiandad está ligada al número de corazones que están consagrados al Inmaculado Corazón de María«.
«Toda la cultura era simplemente el culto de María, y todo era para ella», concluye el católico Senior, resumiendo el mensaje del protestante Adams. Como señala el jesuita James Schall, «Adams pensaba que la Virgen era como la dinamo: poder. Pero realmente ella no ‘hacía’ nada. Más bien era la causa de que las cosas se hicieran«.
Rachel Fulton Brown, una medievalista de la Universidad de Chicago, ha llegado a la misma conclusión: «En mis investigaciones he prestado una atención especial a la devoción medieval a la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es algo más que la Virgen que los cristianos creen que dio a luz al Hijo de Dios. Ella es la clave que explica la misma Edad Media… Para entender el lugar de María en la devoción medieval cristiana, no basta con estudiarla como un historiador del arte o como un musicólogo o como un profesor de literatura o como un historiador o como un teólogo. Para entender a María como la imaginaron los cristianos medievales, uno tiene que entenderlo todo. Ella está ahí, en el arte y en la arquitectura y en la música. Ella está ahí, en la literatura y en la liturgia y en las artes liberales. Ella está ahí, en las más elevadas expresiones de la imaginación humana y en las más humildes oraciones de petición. Ella está ahí, en la política,en el ideal del matrimonio, en los gritos de la batalla y en las súplicas de piedad de los oprimidos. La Cristiandad medieval es inconcebible sin ella, y sin embargo, desde la Reforma, los cristianos [protestantes] se han vuelto locos para explicar por qué ella tendría que estar ahí».
Henry Adams marcó pues a los historiadores un camino en apariencia evidente, pero que captó mejor que muchos otros: el mariocentrismo esencial a un milenio de cultura cristiana europea, trasladada luego a América y a todos aquellos lugares donde el catolicismo pudo impregnar la sociedad completa.
¿Influyó este descubrimiento en su fe personal? Adams nunca se hizo católico, a pesar de que su espíritu descansó en sus últimos años en las más bellas realizaciones del arte cristiano consagrado a la Virgen. Nada en su muerte permite hablar de conversión. ¿Será la suya una excepción a la regla de oro establecida por San Alfonso María de Ligorio en Las glorias de María con numerosos ejemplos de que ella no dejará nunca que se condene alguien que, por pecador que sea, sinceramente la haya amado? Pero, a pesar de su delicadeza al captar el amor medieval, no hay amor a la Virgen en las páginas de Adams.
Y, sin embargo, cuando murió en 1918, su sobrina Mabel Hooper LaFarge encontró en un cajón un poema de su tío a Nuestra Señora, titulado Oración a la Virgen de Chartres, que había escrito en 1900, paralelamente a su comparación entre la fuerza civilizadora de María y la fuerza de la dinamo. Escrito en primera persona, se supone obra de un hombre que setecientos años antes ha participado en la elevación de su catedral y ha orado ante su imagen.
Así expresó entonces Henry Adams los sentimientos que María había despertado en su alma, y que tal vez, si hacemos caso de San Alfonso María de Ligorio, ella misma depositó en sus labios en el momento postrero:
«…Los años, las épocas o la eternidad
me encontrarán todavía ante tu trono,
reflexionando sobre el misterio de la maternidad,
del alma dentro del alma, ¡de la madre y el niño siendo uno!
¡Ayúdame a ver! No con una mirada mímica
¡sino con la tuya!, que porta un resplandor similar al sol
y concede a los rayos que ves con luz en la luz,
enlazando a todos los soles, estrellas y mundos en uno solo.
¡Ayúdame a conocer! No mi fingido arte
sino a ti, que te supiste libre de las leyes;
le diste a Dios tu fuerza, tu vida, tu mirada, tu corazón,
y tomaste de Él el pensamiento, que es la causa.
¡Ayúdame a sentir! No con mis sentidos de insecto
sino con los tuyos, que sienten toda vida viviendo en ti,
al infinito corazón latiendo a partir de ti,
¡a la infinita pasión respirando el aliento que tú trazas!
¡Ayúdame a llevar la carga! No de mis pesos infantiles
sino de los tuyos, de quien asumió el fracaso de la luz,
fuerza, conocimiento y pensamientos de Dios,
¡la fútil locura del infinito!»