¿Está con nosotros la Virgen en la pandemia? La respuesta de dos cristianos que ven en ella la Salud de los Enfermos

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La Virgen de Canneto visita el Hospital Santa Escolástica en Cassino (Frosinone, Lazio, Italia).

Quince millones de casos y más de 600.000 muertes en el momento de escribirse estas línas, cifras que en breve serán obsoletas pero definen el drama que está causando la pandemia de coronavirus en todo el mundo. Mientras Asia y Europa luchan con los rebrotes, en América la covid se extiende con todo su vigor.

Mientras a nivel científico se lucha por encontrar la vacuna y/o el tratamiento, y a nivel sanitario por responder lo antes posible con la prevención y el abordaje de urgencia y de los casos más graves, ¿tiene sentido volverse también al Cielo y pedir la ayuda de su Reina, la Madre de Dios?

Así lo entendió la convocatoria de los Premios Cari Filii, lanzada este año casi contemporáneamente a la expansión del virus con un lema cargado de esperanza: María, Salud de los Enfermos.

Y así lo entendieron también sus dos ganadores en la categoría de texto escrito, la española Alicia Puchalt Giner (Primer Premio) y el sacerdote chileno José Ortiz Bustamante (Segundo Premio). Por eso reproducimos a continuación sus trabajos completos.

María, Salud de los EnfermosAlicia Puchalt Giner (1º Premio 2020)

Reflexionando sobre la invocación a María como Salud de los Enfermos me descubro contemplando en lo más hondo de mi corazón la escena más dramática de la Virgen, el momento más terrible que vivió junto a Jesús. La veo al pie de la Cruz, rota de dolor frente al cuerpo destrozado de su Hijo y atenta a sus palabras momentos antes de su muerte: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26).

Miro después a Juan, un muchacho joven y fuerte. Lo veo sufriendo enormemente junto a su madre, y escuchando afligido las tenues palabras del Maestro, que le dice: «Ahí tienes a tu madre». Y siguiendo lo que dicen las Escrituras, veo desde aquel momento al discípulo amado recibiéndola como suya (Jn 19, 27).

La imagen es impactante y desgarradora, y se refleja en miles de circunstancias en la actual situación de pandemia, donde este título de honor a la Virgen, María, Salud de los enfermos, nos sale al paso con mayor fuerza.

Juan acoge a la Madre de Jesús como suya. En Juan nos vemos todos los cristianos. Si María es nuestra madre, ¿dónde estará María cuando nosotros sufrimos? Indudablemente donde estaba cuando su Hijo sufría, esto es, al pie de la Cruz.

Pienso entonces en los enfermos que hoy sufren por el azote del coronavirus, conscientes de que padecen un mal desconocido y que provoca un enorme dolor físico y psicológico. Tienen un virus que lleva consigo no solo sufrir en soledad, sino el riesgo de morir en soledad, y hasta de ser enterrado en soledad.

En esta dramática situación busco a la Virgen María y necesariamente la encuentro junto a ellos. María no hace ruido al acercarse. María camina de hospital en hospital, pasa de Uci en Uci, entra en las habitaciones aisladas… y lo hace imperceptiblemente a los ojos físicos, pero está ahí. Está sufriendo a su lado, sufre al igual que en el Gólgota junto a Jesús, un lugar donde tampoco podía agarrarle de la mano, ni acariciar sus cabellos, ni curarle las heridas, ni aliviar su dolor. Sin embargo, María estaba junto a la Cruz, y tampoco hacía ruido.

Pero Jesús sabía que allí estaba su Madre, y estoy segura de que en su dolorosa agonía le proporcionaba alivio, consuelo, incluso me atrevería a decir “sedación física”.

¡Cuánto amaba Jesús a su Madre! No creo que seamos capaces de imaginarlo. ¡Y cuánto nos estaba amando en la Cruz para dejarnos a la que tanto amaba! Su amor infinito nos regalaba en el momento previo a la Redención su joya más preciada. Jesús nos entregaba a su Madre.

En el colmo de su amor, nos dejaba a su Madre para caminar junto a nosotros y acompañarnos siempre hasta llegar un día al Padre en el peregrinar de la vida. Y María, contemplativa, silente y generosa hasta el límite, ofrecía su Hijo al Padre y asumía su misión de cooperadora en la Redención.

Contemplando, pues, la escena al pie de la Cruz, y en mi reflexión sobre el dolor de los enfermos, me pregunto: ¿Es que fue acaso un sufrimiento estéril? ¿No es, por el contrario, el tratado de amor más hermoso del mundo? ¿Es que ha existido algo que haya superado el símbolo de la Cruz?

María, Salud de los Enfermos, es una invocación que nos lleva a entender perfectamente el mensaje de Cristo como esperanza de los cristianos. Por Él hemos sido salvados. María enlaza con Cristo nuestro dolor, aúna el sufrimiento de cada uno de nosotros con el de su amado Hijo, y lo convierte en salud, porque en Cristo todos hemos sido sanados.

La invocación a María como “Salud de los enfermos” en nuestro dolor, llamándola como Madre de los que sufren cualquier enfermedad, nos recuerda que es la Madre de Jesús y la Madre de todos los hombres, aquella misma que estaba al pie de la Cruz. Ella nos hace sentir que no estamos solos, que el dolor tiene un sentido, y nos proporciona un consuelo diferente en los padecimientos. Es un consuelo espiritual que tranquiliza nuestra alma, y cuando el alma es acunada por los benditos brazos de la Virgen, los dolores del cuerpo se mitigan, pues el espíritu está tranquilo sabiéndose en el regazo de la Madre de Dios.

Ella peregrina junto a nosotros en la vida, es el camino de los que se marchan y la serenidad de los que permanecen sufriendo. Es nuestra intercesora en el Cielo y nos hace comprender que nuestro dolor es fecundo, pues para poder entrar en la gloria debemos transitar por senderos complicados (Lc 24, 26).

Saber que la Madre está ahí, como estaba a los pies de su Hijo en la Cruz, da un sentido a nuestro sufrimiento convirtiéndolo en oblación amorosa al Padre hasta llegar el momento en el que un día, benigno, nos llame a su presencia.

María, Salud de los Enfermos – José Ortiz Bustamante, pbro. (2º Premio 2020)

Regreso del vacunatorio donde fui inmunizado contra la influenza y la neumonía; es parte de la campaña contra las infecciones favorecidas por el cambio de temperatura. El frío nos afecta –estamos al sur del mundo–, y con mis 75 años a cuestas estoy en el rango de la población de alto riesgo, más aún cuando aparece el ataque del coronavirus; por lo tanto, hay que prevenir. Como en todo el orbe, estamos atemorizados por la pandemia que no da tregua.

Específicamente, al enemigo lo titulan como “covid-19” o “nuevo coronavirus”. Junto a los estragos que causa en la salud física, además se está metiendo en el corazón de la humanidad. Entonces cunde el miedo y –¿por qué no reconocerlo?– la crisis se apodera de los pueblos, cuyas autoridades buscan solución.

Mientras camino por las calles desiertas, en mi mano otra “corona” me ciñe. Las cuentas van pasando por mis dedos como rosas perfumadas que buscan coronar a la Reina del Cielo; sin prisa, caigo en la cuenta del recurso cincuenta veces repetido; paso a paso va tomando más sentido, con el rezo del Ave María, la expresión “llena de gracia” con la cual fue saludada María en Nazareth –advertida antes–, que es llamada a la alegría por ser la elegida para la Encarnación del Hijo de Dios. La oración me cuestiona y luego me sorprende: miedo, gracia, alegría y viceversa. Mientras avanzo adentrándome en el misterio, me pongo en el lugar de la joven doncella. La respuesta es la misma: ¡para Dios todo es posible!

La amistad de Dios rompe el pasado, marcado por la desobediencia, de nuestros primeros padres: se despliega un porvenir totalmente mejorado y aflora la alegría que nadie nos puede quitar.

¡Que alegría! La misma del Señor, que en todo tiempo se constituye en nuestra fortaleza y que es la Purísima Virgen como primera redimida, sanada con la gracia desde el vientre de su madre, primicia para convertirse en salud de todos con la infalible receta y mejor antídoto. Una maternal compañía, recordándonos como en Caná de Galilea: “¡Hagan lo que Él les diga!”

Salud de los enfermos: del alma y del cuerpo, como en Lourdes, Fátima, Guadalupe y tantos otros lugares, también en las mismas calles por la cuales atravesamos con las aventuras y contagios de la vida. Ahí infaltable está el tierno cuidado de María curando las heridas del corazón y del cuerpo solo con la alegría y la gracia del Señor que nos contagia positivamente, como una vacuna para volver la mirada hacia el Creador, que todo lo hizo bien y sigue creando con alegría. La enemistad, mal endémico, está superada por la generosidad de una joven Virgen que con un “Sí” aportó su servicio en la realización del plan de Dios.

Llego a la casa. Es mi refugio durante la cuarentena, que no sabemos cuánto tiempo durará. Es como una Cuaresma que se proyecta hacia la Pascua: mi casa es realmente la Iglesia que con sus extensas paredes y techo me protege, vivo asumido por este “sacramento universal de salvación” que encuentra en María su imagen más certera. Si Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres, sana nuestras heridas, la salud se mantiene por la intervención de la Madre presurosa que acude con sus cuidados sacándonos de los peligros y pandemias que oscurecen la claridad de una vida llamada a la eterna salud.

En la calma del encierro, como en el desierto, tengo la oportunidad de hacer memoria acerca de cuántas veces han sido tocados mi cuerpo y mi alma por la gracia, la misma que a Ella por voluntad del Padre la llenó para compartirla con nosotros los enfermos, los pecadores. Sus ojos misericordiosos no se apartan de cada uno sus hijos, como en el Calvario estuvieron pendientes del Hijo, a Quien sus manos recibieron para entregarle desde su corazón traspasado la serena compasión que sana.

Nacido como hijo de la carne, estuve ciego, con la fe de mis padres fui llevado a la pila bautismal donde por el agua y el Espíritu Santo recibí gratuitamente una vida nueva, mis ojos se abrieron a la vida de la fe, un saludable inicio que me permite disfrutar de la libertad y el gozo de los hijos de Dios y de María.

Manchado, apestado por el pecado, en el transcurso de mi vida, tocado por el dolor y arrepentido, vuelve un corazón nuevo a latir en mi cuerpo por la gracia del perdón que el Redentor derrama sobre mi pobre cuerpo y alma limpiándome para una alegría que no cesa y me dispone, con la acción y el ejemplo de la Madre de Misericordia, a servir con sencillez en la comunidad de los hermanos.

Tímido, débil, con dudas y miedo, el Espíritu Santo, como en Pentecostés, sigue renovando a la familia de Dios para hacerme testigo y misionero, con la fuerza y el fuego. Así la dinámica de la nueva creación se renueva con la guía de la Estrella que me permite trabajar contento por la extensión del Reino de Dios. No hay enfermedad que nos detenga, Ella saludablemente nos acompaña.

Hambre y sed, un organismo no aguanta si no es socorrido por el milagro de la multiplicación del amor que se parte y comparte; es el alimento de la Cena que me compromete a la adoración y solidaridad y llena mis días de una presencia que acompaña mi júbilo y hace presente el recuerdo de toda madre que, como María, procura el alimento para sus hijos, aun a costa de su propia vida. Así fui preparado para recibir el Pan que da la Vida.

En medio de un mundo que se debate por aniquilar la vida, veo el testimonio de un hombre y una mujer que con un sano consentimiento irradian el amor que fecunda y continúan colaborando en la transmisión de la vida como padres y madres con la esperanza de un mundo mejor. ¿Acaso no está la mano de la Madre del Amor Hermoso bendiciendo también ese «Sí»?

Como ovejas sin pastor quedamos una vez que falleció el cura párroco de mi pueblo. Ante la desgracia, una comunidad en alerta, bajo el amparo de María, rogó hasta que el Señor nos mandó a un joven sacerdote que aun con el óleo fragante de sus manos ungidas por el obispo nos bendijo y bendice con la gracia y ternura de una mamá que cuida a sus hijos, o un pastor o Pastora Divina que nos conduce; entonces volvió la serenidad, caminamos seguros, confiados hacia las verdes praderas.

“Para todo hay solución menos para la muerte”, proclama un dicho popular. Pero si la muerte ha sido vencida con la resurrección de Cristo, para los que tenemos fe esa victoria es nuestra victoria. Llegada la hora, el paso anticipado por la unción de los enfermos me pone en tránsito hacia la eternidad. Contemplando a María, ahora y en la hora de la muerte, soy sanado con la esperanza cierta de llegar a la alegría eterna, precisamente precedido por la gloria de la Asunta al cielo, superando todo fatalismo.

En el arco de las experiencias, resumiendo mi vida, no me canso de agradecer a Dios porque nos compartió a su Madre, pendiente en todo momento y en todo lugar, dispuesta a entregar la salud en la enfermedad del cuerpo y del alma. Aferrados a su mano y con un solo corazón, la plegaria del pueblo se eleve para hallar en la intercesión de la “bendita entre las mujeres” la paz y salud que nos permitan pasar de la inquietud y el miedo a la gracia del feliz encuentro de la humanidad que, sanada, canta con María la grandeza del Señor.

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