«Esos tus ojos… misericordiosos»: hermoso diálogo abuelo-nieto y una verdad sobre la Virgen

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Reproducimos a continuación el artículo presentado a concurso para los Premios Cari Filii 2016 por el periodista Miguel Ángel Velasco:

ESOS TUS OJOS… MISERICORDIOSOS

–Y ¿cómo son los ojos de la Virgen, abuelo?

El abuelo, de momento, se quedó sin palabras. ¡Hay que ver qué cosas se le ocurrían a aquel nieto…! ¿Qué le respondía?

¿Azules, negros, verdes, preciosos, grandes, rasgados? De repente, se acordó de la oración que acababa de enseñarle a rezar, y esbozó su mejor sonrisa para responderle:

– Verás, Francisco; vamos a rezar otra vez la Salve. Fíjate: “Ea, pues, Señora, abogada nuestra; vuelve a nosotros esos tus ojos… misericordiosos”; ¿ves? Así son los ojos de la Virgen: misericordiosos.

Y mientras le explicaba lo muchísimo que “misericordioso” tiene que ver con “corazón” y con “amor”, le fue contando –se non è vero, è ben trovato– cómo, una tarde, se le ocurrió la oración de la Salve a aquel monje medieval, mitad juglar mitad teólogo, del monasterio de Mezonzo, allá arriba, entre las brumas galaicas…; se lo fue contando muy despacio, hasta que el chiquillo fue cerrando sus ojos y se durmió feliz.

También a mí, y a mis hermanos, nos lo enseñaba mi madre, en las altas noches del invierno, allá arriba, en el Pirineo navarro. Todavía resuena en mi corazón su voz maravillosa enseñándonos a cantar: “Dios te salve, reina y madre de misericordia…”; así que, de verdad os lo digo,  lo de “María, madre de misericordia” a mí me resulta tan natural, y tan lógico, tan indispensable y familiar como, qué sé yo…, como la vida misma.

Luego, ya de mayor, después de leer los mejores poemas y de admirar las más impresionantes pinturas sobre la Virgen misericordiosa, quien más y mejor me lo ha enseñado fue aquel inolvidable Papa santo, tan enamorado de la Madre de Dios que eligió como lema de su episcopado, pero sobre todo, de su vida, Totus tuus [Todo tuyo].

El 30 de noviembre hizo nada menos que treinta y seis años –hay que ver lo que ha llovido en la Iglesia desde entonces– que San Juan Pablo II, el Magno, dedicó una de las tres encíclicas de su trilogía teologal a Dios Padre, y la tituló Dives in misericordia (“Rico en misericordia”). En ella escribió: “En estos tiempos críticos y nada fáciles, es conveniente que volvamos la mirada al sublime misterio de la misericordia de nuestro Padre, Dios”. “Sublime misterio”: así de insuperablemente definía él la sanadora medicina de la misericordia de un Dios que es corazón; un Dios que, incomprensible, impresionante, sencilla y abrumadoramente es amor, amor total, sin líneas rojas, sin cordón sanitario alguno, sin rebajas. En un mundo como el actual, que suicidamente pretende vivir como si Dios no existiera, por la inevitable fuerza de las cosas, tiene que dominar, y domina, y de qué manera, una mentalidad opuesta a la misericordia. Y, claro, así nos luce el pelo, porque no nos da la gana de entender que la cosa no consiste más que en dejarse ganar por la misericordia de un padre. Pero, claro, para eso hace falta un mínimo de sensatez y de humildad.

Y, no está en aquella encíclica, pero yo desde luego a quien primero se lo escuché decir fue a Karol Wojtyla: “Él (nuestro Padre Dios) es la misericordia y la justicia, pero Ella (su madre, y también madre nuestra) es sólo la misericordia”. ¿Puede haber mayor bochorno, por ejemplo, para una pareja de recién casados que quedarse sin vino en su banquete de bodas? Ella se dio cuenta inmediatamente, en aquella boda de sus amigos de Caná, Ella sabía, de sobra, que aún no había llegado la hora de su Hijo, pero le dio igual; la hizo llegar: se acercó a Él discretamente y, sin más, le dijo: “No tienen vino”; luego, también sin más, susurró a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga…”.  Lo hicieron, y la misericordia hizo, deslumbrantemente, el resto, porque, como ha recordado, estos días, el Papa Francisco, que fustiga a los “doctores de la ley, sin corazón ni amor”, la evangélica revolución de la ternura tiene un nombre todopoderoso: “Misericordia”.

La misericordia supera el mal, y la mayor misericordia, el mayor amor, consiste –¿quién lo iba a suponer?- en decir siempre la verdad, cueste lo que cueste. Y cuesta. Ya lo creo que cuesta. ¡Qué importante, qué imprescindible es aquí el adverbio “siempre”. Siempre quiere decir siempre; no, unas veces sí y otras no; no con los míos sí y con lo otros, no; no selectivamente. ¡Siempre! Una misericordia selectiva es exactamente lo contrario de la verdadera misericordia. Porque supongo que, a estas alturas de la película, habrá quedado meridianamente claro, pascualmente claro, que María, la madre de Dios y madre nuestra, es reina y madre de misericordia porque es la que mejor entendió y entiende, y, sobre todo, mejor vivió y vive la realidad fundamental: que  la misericordia es Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Aviso cordial para navegantes de última hora y arrimo: la cosa no es de ahora, no es una moda más de tantas. Cuando, por una locura de amor –sublime misterio–, por una especie de ataque de misericordia, Dios se hizo hombre en el seno de su madre virgen, vino a  decirnos que “¡Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia!”. Y a contarnos en parábolas, a ver si así éramos capaces de entenderlo, la del hijo pródigo, y la del samaritano, y la de la mujer adúltera; pero eso sí, enteras, no cortadas, no censuradas por donde interesa. Porque siempre ha habido muchos, pero quizás hoy son más los que confunden misericordia con otras cosas, y recuerdan de Jesucristo su “Yo he venido para los pecadores”, pero olvidan la segunda parte: “para que se conviertan”. Y muchos más los que recuerdan cómo escribía con el dedo en la arena del suelo galileo mientras preguntaba a la mujer pecadora “¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno”: pero olvidan siempre, ¡qué casualidad!, la segunda y definitiva parte: “¡Vete, y no peques más!”

De todo esto, ya digo, yo me he ido enterando después, mucho después, a lo largo del río de la vida; pero, créanme, por favor, si les digo que lo que más me gusta, lo que más me llena el corazón, lo que más echo de menos es la maravillosa voz de mi madre, en aquellas altas noches nevadas del Pirineo navarro, cuando nos enseñaba a sus seis hijos a rezar cantando: “Dios te salve, Reina y Madre de misericordia”; o la emocionada voz del abuelo: “Ea, pues, Señora; vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos…”

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