Las apariciones de Lourdes (1858) y Fátima (1917) distan casi sesenta años y difieren en aspectos circunstanciales, pero el mensaje de la Santísima Virgen en ellas guarda una profunda unidad en el dolor que manifiestan ante las graves consecuencias para la humanidad de su creciente alejamiento de Dios.
No se trata solamente del pecado en sí mismo, siempre presente la historia de los hombres, sino de su abundancia, de la indiferencia ante él y, en una inversión completa de las cosas (en ese sentido, demoniaca), de su exaltación como algo legítimo y hasta preferible a la virtud.
¡Penitencia!
En Lourdes, Nuestra Señora llega a pedir, incluso dramática y reiteradamente, «¡Penitencia, penitencia, penitencia!«. En un mensaje radiofónico del 10 de febrero de 1952, Pío XII señalaba que Lourdes es «la respuesta misericordiosa de Dios y de su Madre celestial a la rebelión de los hombres«. Y este mismo Papa señalaba algo parecido respecto a Fátima en otro radiomensaje del 12 de octubre de 1951, al recordar que allí, «con voz maternalmente dolida e insinuante, pide un retorno general y sincero a una vida más cristiana».
Oración, penitencia, temor al infierno, preocupación constante por la salvación del alma… Es lo que pide la Virgen en ambas circunstancias del mundo (mediados del siglo XIX y principios del siglo XX), extraordinariamente más favorables para la vivencia de fe de lo que son ahora, más de un siglo después.
La Realeza de María
Pero, además de ese mensaje común, hay otro más sutil que se deduce de la misma insistencia de la Madre de Dios en la necesidad de la conversión, y es su realeza, su posición de dominio sobre el acontecer del mundo.
Realmente siempre ha sido así desde su Asunción a los cielos, cuando empezó a interceder por nosotros: «Al ser elevada a la cumbre de su gloria, al lado de su divino Hijo», escribió León XIII en 1895, en su encíclica sobre el Rosario Adjutricem Populi, «es casi imposible decir cuánto añadiera a la amplitud y eficacia de intercesión, lo cual convenía a la dignidad y claridad de sus méritos. Pues, desde allí, por disposición divina, Ella comenzó a velar por la Iglesia y a asistirnos a nosotros y a protegernos como madre; de tal modo que después. de haber sido cooperadora en la administración del misterio de la redención humana, ha venido a ser igualmente la dispensadora de la gracia que por todos los tiempos fluye de aquel misterio, concediéndosele para ello un poder casi ilimitado».
Pero, a raíz de Lourdes y Fátima, vemos a Nuestra Señora en un papel algo «insólito en la historia de la Iglesia», afirmaba el carmelita Ildefonso de la Inmaculada ya en 1958, con motivo del centenario de las apariciones a Santa Bernadette. Porque Lourdes y Fátima, decía el religioso, «son dos manifestaciones marianas que evidencian el influjo de la Virgen, no solo en el interior de las almas, sino también en la dirección de la sociedad cristiana, como muestra de su poder real«.
Son dos manifestaciones de «poder regio«, de «poder directivo«, decía el monje en un artículo en la Revista de Espiritualidad (mayo-junio de 1958). Participado, por supuesto, del de su Hijo, pero enraizado en dos títulos que le pertenecen por derecho propio, por su fidelidad humilde a la voluntad de Dios: la Divina Maternidad y la Corredención.
«La Beatísima Virgen ha de ser proclamada Reina no tan sólo por su divina maternidad, sino también en razón de la parte singular que por voluntad de Dios tuvo en la obra de nuestra eterna salvación», afirmó Pío XII en la encíclica Ad Caeli Reginam sobre la Realeza de la Santísima Virgen María, al instituir su fiesta.
En manos de nuestra Madre… ¿qué mejor?
Pues bien, si algo nos están diciendo Lourdes y Fátima es que la suerte del mundo está ahora en manos de esa Reina: «Le ha sido encomendada una labor activa, rectora con su Hijo, subordinada a Él, con la que vela sobre los acontecimientos universales, tanto antiguos como modernos», dice el padre Ildefonso. Porque ella, «por la Corredención con Cristo, ha adquirido un dominio sobre los redimidos», y «este dominio, cuando se ejerce sobre una sociedad, se llama realeza». En consecuencia, añade, «se le ha dado potestad sobre la Iglesia no solo indirecta, o de ruego, o de intercesión, sino directa y activa«.
Y en Lourdes y Fátima, «usando de esta potestad, ha obrado en el siglo XIX y XX como en las bodas de Caná, pero con rigor e insistentemente… María ha manifestado su voluntad en Lourdes y Fátima. No ha venido a dar leyes, pero sí a pedir cuentas a la humanidad por la falta de cumplimiento de las leyes de su Hijo». Su «ruego» es ahora un «mandato», añade Ildefonso de la Imaculada, OCD, con tanta «autoridad» como «bondad». Y ha insistido en los instrumentos para cumplir ese mandato: el Santo Rosario y el desagravio a su Corazón Inmaculado, en particular con la devoción de los cinco primeros sábados de mes.
Porque ella, si pide penitencia y oración, si exige penitencia y oración, es por misericordia, es por amor de madre, es por nuestra salvación, para que no se pierdan los frutos de la Redención que, en dependencia del Redentor único, ayudó a ganar para nosotros.