Queridos lectores:
El gran Francisco de Quevedo, hablando de la ingratitud en una de sus obras ascéticas (Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo y cuatro fantasmas de la vida), expresó de modo muy elocuente los misterios de la Encarnación y de la Inmaculada Concepción al vincularlos a la actitud de Dios hacia quien iba a ser su madre: «Ninguna cosa es más propia a los hijos que, para lo que han de hacer, pedir el consentimiento de sus padres. Esto hizo Dios, que para encarnar en María la pidió el consentimiento para que fuese su madre. Y tanto se glorificó en ser su hijo, que antes de serlo por la concepción, lo quiso parecer en el respeto».
Y saca entonces una conclusión evidente: «¿Cómo quien para encarnar en María y habitar en sus entrañas le pidió, digámoslo así, licencia, le daría a la culpa original para que cupiese en ella algún tiempo, algún instante ni parte de él? Quien la escogió para madre desde el principio y antes de los siglos, para satisfacer por el pecado original, la preservó por madre. Para pagar deuda del hombre, con convenía hacerse hombre en cuerpo que algún tiempo hubiese sido deudor de la misma culpa. Y por la misma razón que todos pecaron en Adán, no pudo pecar en Adán la madre del que pagó por todos».
En Adán, explica Quevedo, fue primero el hombre que la mujer; en Cristo fue antes la mujer que el hombre. Eva fue creada del cuerpo de Adán; el segundo Adán fue, en cuanto hombre, fabricado del cuerpo de la segunda Eva.
Por todos estos privilegios es considerada María como Nuestra Señora de la Gloria, precisamente en la fiesta de Asunción, en la que no solo destaca el hecho físico de su resurrección y elevación a los Cielos, sino su glorificación definitiva como la Reina del hogar donde reina Dios.
Procesión de la Asunción en Vigo (atlantico.net).