«Te voy a poner más guapa que ningún año»: la hora íntima de vestir la Virgen; «me entra un temblar»

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Hay momentos en la Semana Santa que no están en escena. Nunca estarán a los ojos del espectador. Solo algunas personas, muy pocas, tienen el privilegio de vivir el milagro de estar en la más estricta intimidad con su titular en un mundo de sensaciones que pocos pueden experimentar.

Una conversación íntima y sincera que ningún idioma puede reproducir. Antes de la procesión, está la ceremonia de transformación y embellecimiento en un bis a bis entre lo humano y lo divino que nazarenos, cautivos, dolorosas, crucificados comparten con mayordomos y especialmente con sus vestidores.

Las puertas de la iglesia o de la casa hermandad se cierran herméticamente. Es la hora, el momento sublime, indescriptible, solitario en el que el vestidor y la imagen se encuentran cara a cara mirándose a los ojos fijamente.

Comienza una conversación personal e íntima, en el que el vestidor le cuenta sus problemas, alegrías, tristezas y vivencias, encontrando en la imagen el consuelo y el apoyo de quien sabe que se dirige a la Madre de Dios.

Las imágenes se llenan de primavera, color o sobriedad, subidas a un malagueño trono deslumbrante que las llevará a recorrer las calles en busca de su público enfervorecido, como todos los años.

Un teatro, una representación, un rito, una puesta en escena que otro año se convierte en la más inmensa fiesta de religiosidad y fe.

Vestidores, vestidoras, capataces, mayordomos… se reúnen en un momento especial con sus titulares, en los que la complicidad es el verdadero nexo de unión. Desde la capilla al trono, un viaje que humaniza a la imagen dándole vida. La unión de los vivos y los vivos.

José González, Alozaina. «Te voy a poner más guapa que ningún año. Y no me llores, porque tú sabes que esto es así, como todos los años. Este trance hay que pasarlo», le va diciendo José González a la Virgen de la Esperanza, Paz y Amor de la Hermandad de Vera+Cruz de Alozaina.

Él es el vestidor de esta Dolorosa, quien con mucho respeto va hablándole como si a una amiga o una madre se tratase mientras va «cambiándola» para la procesión del Jueves Santo. Procesionará junto al Santísimo Cristo Atado a la Columna y a San Juan Evangelista, en la que los pecheros conocen como «La procesión del Lavatorio».

González, que también es el vestidor de la Virgen de los Dolores del mismo pueblo, expresa que «cuando visto a la Virgen siempre me gusta estar solo, nunca dejo a nadie entrar aquí, es algo que compartimos en la intimidad la Señora y yo. Así es como me enseñó Antonio Trujillo, antiguo y desaparecido vestidor de la Virgen los Dolores».

Con mucha paciencia y casi como si fuese un ritual va paso a paso cambiando las mangas, la saya, peinando delicadamente a la Virgen mientras habla con Ella, le da consejos, la llama guapa y le recomienda que no esté demasiado triste, «que ahora vas a salir para que el pueblo te vea y tienes que brillar más que la luna llena», le dice González mientras con maestría va componiendo el rostrillo con una sobrada habilidad entre mil filigranas de encaje, haciendo una obra de arte sobre pecho de esta imagen de la Virgen. «Lo último la corona», señala.

No se sabe muy bien si es la necesidad o el capricho, incluso el misticismo que rodea a ciertos vestidores e imágenes las que hacen que estos momentos no estén en el escaparate de la Semana Santa. Es la calle llena de cirios, colores, música, hombres de trono, enseres los que para la gran mayoría se supone que es la Semana Santa, pero antes hay un ritual cargado de misticismo de puertas adentro.

Antonio Rubio, Casarabonela. Antonio Rubio es un joven morisco que desde pequeño solía sentarse en un banco de la iglesia de Casarabonela para ver arreglar a la Virgen de la Soledad. «Me quedé prendado de la Virgen y desde entonces esa fuerte atracción nunca nos ha separado».

María Vicario, la hermana mayor de esta hermandad, cuenta que Antonio Rubio «a la Virgen de Servitas la quiere vestir como a una reina. Y tiene que recordarle que es una madre que acaba de enterrar a su hijo», los dos se encierran en la iglesia entre la tenue luz primaveral que entra por las vidrieras.

Cristóbal Márquez, Pizarra. Cristóbal Márquez, el teniente hermano mayor de la Hermandad del Santo Entierro de Pizarra, sostiene en sus brazos al Cristo Yacente, sin vida, despojado de sus ropas y corona, piel con piel. Lo llevan entre un reducido grupo de hermanos «en el más profundo silencio hacia el trono. No sabemos por qué pero no pronunciamos palabra, nos miramos y cada uno en su interior sentirá, a buen seguro, algo único».

Son momentos profundos y que sólo unos pocos tienen el privilegio de vivir, de estrechez familiar, con respeto y que por norma general no se suele contar. «Hay cosas que se quedan para uno mismo, para las camareras y vestidoras de nuestra Virgen, Nuestra Señora de las Penas», manifiesta Márquez.

Carmen Bernal, Coín. Una camarera de la Virgen de los Dolores de Coín expresa que es una emoción «inexplicable, una cosa interior que no sé ni explicarlo. Tan cerca estamos de ella».

Se emociona Carmen Bernal, mientras mira a su titular va explicando que «rezamos todas juntas, y después, mientras vamos vistiéndola, cada una le reza para sus adentros lo que quiere».

Carmen Bernal llegó casi por accidente a ser camarera de la Virgen de los Dolores de Coín y confiesa que «jamás creí que se podría sentir esto, me entra un temblar…»

Un año entero para volver a encontrarse en esa distancia corta de interioridad espiritual, una conversación privada en la que sobran las palabras y en la que las imágenes cobran vida para una nueva penitencia, dónde ya en la calle volverán a producirse instantes personales con cientos y a veces miles de devotos en estas relaciones indescriptibles.

La respiración se acelera, las sensaciones, emociones, sentimientos, el llanto o la alegría se funden en un «no sé explicarlo, tienes que vivirlo tú, esto no se puede compartir. Fíjate, hasta sonríe», termina diciendo José González desde encima del trono mientras le acaricia las manos a su Virgen.

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