El último canto del Paraíso, en la Divina Comedia, se abre con la oración de San Bernardo a la Virgen María (Virgen Madre, Hija de tu Hijo) para que interceda ante Dios a fin de que Dante pueda verlo. Incluida entre las oraciones litúrgicas, es una de las invocaciones más hermosas dirigidas a la Virgen, mediadora de todas las gracias. Giovanni Fighera ha escrito un interesante artículo al respecto en La Nuova Bussola Quotidiana:
Dante y una de las más bellas invocaciones a María
Fundamental en la vida del creyente, la oración es una invocación dirigida a Dios, o a los santos para que puedan interceder ante Él. Totalmente ausentes en el primer reino [el Infierno de la Divina Comedia], las oraciones se convierten en uno de los leitmotiv en el Purgatorio, donde las oraciones son alabanzas al Creador y, al mismo tiempo, peticiones de sufragio a fin de reducir el sufrimiento de las almas que están expiando. También en el Paraíso las oraciones alegran el viaje de Dante que oye cantar, entre otras, el Ave Maria, el Regina coeli, el Gloria, el Santo.
El último canto del Paraíso se abre con la oración de San Bernardo a la Virgen María (Virgen Madre, Hija de tu Hijo) para que interceda ante Dios a fin de que Dante pueda verlo. Incluida entre las oraciones litúrgicas, es una de las invocaciones más hermosas dirigidas a la Virgen.
¿Por qué es precisamente San Bernardo el que ocupa el lugar de Beatriz y se convierte en el último guía de Dante, el que lleva al poeta hasta la visión de Dios? Existen razones claras y evidentes para que sea él quien teja el elogio de la Virgen para que sea mediadora entre Dante y Dios. De hecho, San Bernardo puede presumir de tener méritos muy particulares ante María. Devoto de la Virgen, es el autor de una de las más bellas oraciones marianas, el Memorare [Acordaos], que en español reza así:
Acuérdate, Oh piadosísima Virgen María,
que jamás se oyó decir
que hayas abandonado a ninguno
de cuantos han acudido a tu amparo,
implorando tu protección
y reclamando tu auxilio.
Animado con esta confianza,
también yo acudo a ti,
Virgen de las vírgenes,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados
me atrevo a comparecer ante tu soberana presencia.
No deseches mis súplicas,
Madre del Verbo divino,
antes bien óyelas y acógelas benignamente.
Amén.
Esta oración nos enseña a pedir ayuda, a implorar auxilio, a mendigar con pobreza de espíritu. A San Bernardo también se le atribuye el dicho: Ad Iesum per Mariam. Se llega al hijo, Jesús, por la madre, María. Por consiguiente, puesto que durante su vida San Bernardo proclamó la belleza y la grandeza de María, ahora, en el Paraíso, reza a la Virgen como abogada nuestra para que Dante pueda ver a Dios después del esfuerzo del largo viaje que, desde la selva oscura de Jerusalén, le ha llevado hasta el Empíreo.
El Himno a la Virgen se estructura en dos partes: la primera es el elogio de María y la segunda es una petición a la Virgen para que Dante conserve sus sentidos después de haber visto a Dios. San Bernardo empieza así:
Virgen Madre, Hija de tu Hijo,
humilde y gloriosa más que ninguna otra criatura,
objeto inmutable de los designios del Eterno;
tú eres la que de tal manera
ennobleces la humana naturaleza,
que no se desdeñó su Hacedor
de convertirse en hechura suya.
En tu seno se encendió aquel amor
cuya llama hizo florecer así
esta rosa en la paz perpetua del Paraíso.
Aquí eres para nosotros sol de
caridad en su mediodía, y para los mortales en la tierra
inagotable fuente de esperanza.
Tan grande eres, Señora, y tan poderosa,
que el que pretende una gracia y no acude a ti,
desea el imposible de volar sin alas.
Y tu bondad no sólo viene en auxilio
del que la demanda, sino que muchas veces
se anticipa generosamente a todo ruego.
En ti la misericordia, la piedad,
la magnificencia, en ti se junta
cuanto de bueno hay en las criaturas.
(Paraíso, canto XXXIII)
Remitiéndose a la tradición mariana y a la liturgia, San Bernardo se dirige a la Virgen con tres antítesis: virgen y, al mismo tiempo, madre, hija de su hijo, humilde y la más gloriosa de todas las criaturas. En ella se resumen tres misterios humanamente incomprensibles: la virginidad fecunda, el milagro de una criatura que se convierte en madre de su mismo Hacedor, la grandeza de la Virgen que reside en su pobreza de espíritu, en su humildad y en el simple «sí» pronunciado ante la llamada del Señor. El canto de agradecimiento conocido como Magnificat, pronunciado por María como respuesta al saludo de su prima Isabel, es un hermosísimo testimonio de la humildad de la Virgen.
La Virgen ha transformado la naturaleza humana en algo tan noble y grande que Dios no ha despreciado convertirse en hombre. En el seno de la Virgen se vuelve a encender el amor entre Dios y el hombre, porque la maternidad de la Virgen permite la Encarnación del Verbo y la Redención de la humanidad. Dios ha mostrado al hombre el camino para volver a Él y subir al Paraíso enviando a Su Hijo Jesús, que es el camino, la verdad y la vida. Con la muerte y la resurrección de Cristo germinó en el Cielo la Cándida Rosa, lugar de los santos. La santidad, amor a Cristo que lleva a seguirlo e imitarlo, es posible desde el momento en que Dios se ha encarnado. Según la historia, el primer canonizado de la historia es ese Dimas, el buen ladrón, que reconoció la grandeza de Jesús cuando estaba a punto de morir y le suplicó: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino». El Señor le respondió: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
La Virgen ha colaborado a la redención del mundo, por lo que es Corredentora. Precisamente en gracia y en previsión de los méritos infinitos de Jesucristo, Dios preservó a María del pecado original; Ella es la sine labe concepta (la «concebida sin pecado»), la Inmaculada Concepción, receptáculo de misericordia, de piedad y de todo tipo de caridad. La Virgen es una llama de amor en el Paraíso y el manantial del que brota la esperanza para los hombres. Aquel que desee obtener una gracia debe recurrir a la oración a la Virgen; si no lo hace, se comporta como una persona que desea volar sin tener alas.
La Virgen auxilia no solo a quien le suplica, sino también a quien se olvida totalmente de Ella. El propio Dante experimentó esa benevolencia al inicio de su viaje en el Infierno: no pidió ayuda enseguida y cuando gritó «Miserere de mí», se dirigió a una persona (sombra u hombre) que tenía ante él; no rezó directamente a María, de la que -es evidente-, se había olvidado. Y sin embargo, Ella ya había movilizado a Santa Lucia, que había pedido ayuda a Beatriz. Por esto Virgilio se encontraba allí, en la selva oscura, para socorrer a Dante. La Virgen, que comprende en ella las mayores virtudes, es presentada con toda su humanidad de madre: madre de Jesús, pero también madre nuestra.
En la segunda parte de la oración, San Bernardo le recuerda a la Virgen la complejidad del viaje de Dante y le pide que permita que el poeta pueda ver a Dios sin que sus sentidos se dañen:
Este, pues, que desde el más profundo abismo
del Universo ha visto hasta llegar aquí
las existencias de los espíritus una a una,
te pide por gracia la virtud
de poder remontarse con su vista
a la felicidad suprema.
Yo, que jamás he deseado para mí
este don con mayor anhelo que para él,
encarecidamente te suplico, y espero no será en vano,
que por medio de tus ruegos disipes las sombras
de su mortal condición,
de suerte que llegue a gozar del soberano bien.
Ruégote asimismo, ¡oh Reina!, pues cuanto intentas puedes,
que conserves sus afectos puros
después de tan gran visión,
y que tu amparo le baste a triunfar
de toda pasión humana.
Mira cómo Beatriz y todos los bienaventurados
alzan a ti sus manos para que acojas mi petición.
(Paraíso, canto XXXIII)
Con una intensa y ardiente caridad, que nunca sintió por él mismo, San Bernardo reza a la Virgen para que Dante pueda elevar su mirada hasta Dios, de modo tal que se le revele el Bien que satisface cualquier deseo humano de felicidad. Sin embargo, el poeta debe conservar todos sus sentidos y la memoria; así, cuando vuelva a la Tierra podrá relatar y manifestar todo lo que ha visto, ese Dios que San Bernardo define «la felicidad suprema» (es decir, nuestra extrema posibilidad de salvación) y el «soberano bien» (es decir, la felicidad plena para el ser humano).
Traducción de Elena Faccia Serrano.