El 18 de diciembre celebra la Iglesia la festividad de la Maternidad Divina de María, también llamada de la Expectación del Parto, de la Virgen de la Esperanza o de la Virgen de la O, en atención a las exclamaciones de alabanza con las que empiezan las antífonas del día.
De la devoción a la Anunciación…
Tan popular era en España esta fiesta, que, como cuentan los monjes de Silos en su adaptación del Año Litúrgico de Dom Prosper Guéranger, en tiempos fue tradición para los estudiantes de la Universidad Central de Madrid la gamberrada de pegar o pintar en las puertas de las casas una O gigante como expresión de su deseo de que las vacaciones de Navidad se adelantasen a esa fecha, lo que en general obtenían del rector.
El arraigo español de esta conmemoración se remonta al año 656. El X Concilio de Toledo instituyó el 18 de diciembre la festividad de la Anunciación, una semana antes de Navidad, dado que su celebración el 25 de marzo coincidía con la Cuaresma, lo que obligaba con frecuencia a trasladarla al tiempo pascual.
Tras varios siglos haciéndose así, los obispos españoles decidieron seguir la pauta de la Iglesia universal y devolver la Anunciación a su día originario, el 25 de marzo, que sigue vigente.
…a la devoción a la Expectación
Pero la devoción del 18 de diciembre estaba tan extendida y era tan profunda, que por no dejarla vacía se decidió orientar la devoción de los fieles a considerar a Nuestra Señora en los días precedentes al sobrenatural «maravilloso alumbramiento» de la Navidad.
Se instituyó así la festividad de la Expectación del Parto de la Santísima Virgen como punto de partida para una semana durante la cual se cantaba Misa solemne de madrugada, a la que asistían las mujeres embarazadas «para honrar a María en su divino embarazo y solicitar para sí mismas su amparo maternal». Finalmente la Santa Sede la extendería al resto de la Iglesia.
«Justo es, ¡oh Virgen Madre!», concluye Dom Guéranger a modo de oración, «nos unamos al encendido deseo que tienes de ver con tus ojos al que tu casto seno encierra hace ya casi nueve meses, contemplar los rasgos de ese Hijo del Padre celestial y también tuyo, de ver finalmente, realizarse el bienhadado Nacimiento que acarreará Gloria a Dios en los altos cielos y Paz a los hombres de buena voluntad en la tierra».
Dogma de fe: parto virginal
¿Por qué Guéranger califica como «maravilloso» el parto de Jesucristo? Aparte de todos los extraordinarios sucesos sobrenaturales que lo rodearon, tan presentes en los belenes navideños (la estrella, los ángeles, los Reyes Magos), fue «maravilloso» sobre todo porque fue virginal, un dogma de fe olvidado con frecuencia cuando se habla o se representa lo sucedido en aquella noche.
La Virgen Santísima «permaneció siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto«, proclamó el 7 de agosto de 1555 el Papa Pablo IV, que apenas llevaba unos meses de pontificado, en la constitución Cum quorundam (Denz 1880/993). Sintetizó así, en una fórmula que pasó luego a todos los catecismos, lo que ya había definido el Papa San Martín I en el año 649, en el primer Concilio de Letrán, consagrando la expresión «siempre Virgen» que reiteran todos los libros litúrgicos de la Iglesia.
La virginidad de Nuestra Señora en el parto debe entenderse «en su sentido biológico» de integridad física, afirma el obispo Laurean Castán Lacoma (1912-2012) en su libro Las bienaventuranzas de María. Monseñor Castán recuerda que la hipótesis ‘moderna’ (ya la había combatido San Agustín contra el hereje Joviniano) del teólogo suizo Max Mitterer de que María habría perdido en el parto la virginidad física, conservando una virginidad espiritual, fue rechazada por el Santo Oficio (hoy Congregación para la Doctrina de la Fe) en tiempos de Juan XXIII prohibiendo la publicación de sus escritos.
En tiempos más recientes, Juan Pablo II ratificó varias veces esta doctrina. En particular, el 24 de mayo de 1992 en la clausura del congreso conmemorativo del XVI centenario del sínodo plenario de Capua, cuando recordó que Nuestra Señora «dio a luz verdaderamente y de forma virginal a su Hijo, por el cual después del parto permaneció virgen; virgen
—según los santos Padres y los concilios que trataron expresamente la
cuestión— también en lo que atañe a la integridad de la carne«.
Por tanto, María estuvo exenta de los dolores de parto, a pesar de que numerosas representaciones cinematográficas modernas presentan su alumbramiento como el de una madre normal, con sudores y quejidos procedentes de las dilataciones y desgarros propios del proceso. Por su Inmaculada Concepción estaba exenta de todo ello, en cuanto son consecuencia del pecado original: si para Adán el castigo fue «comerás el pan con sudor de tu frente», para Eva fue «te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor» (Gen 3, 16-19).