Al pintar la Madonna de los Peregrinos, Caravaggio plasmó en un solo cuadro todo lo que nos acerca a la Virgen

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La "Virgen de los Peregrinos" de Caravaggio se encuentra en la Capilla Cavalletti de la basílica de San Agustín, en Roma.

María Gloria Riva es una religiosa italiana de 59 años en cuya vocación personal jugó un papel determinante una experiencia muy intensa del amor de Dios mientras creía estar muerta tras un accidente de tráfico. Apasionada por el arte, ha publicado libros sobre su relación con la fe Nell’arte lo stupore di una Presenza [En el Arte, el estupor de una Presencia], Testimoni del Mistero. Quadri sul Vangelo di Luca [Testigos del Misterio. Cuadros sobre el Evangelio de Lucas] o Volti e Stupore, uomini feriti dalla bellezza [Rostros y estupor. Hombres heridos por la belleza].

Recientemente, la Madre Riva publicó en La Nuova Bussola Quotidiana un artículo sobre la Virgen de los Peregrinos, uns singular escena mariana de Caravaggio (1571-1610):

María, mujer capaz de ser para el Otro

Releer con el arte sacro la fiesta de la mujer. Superando cualquier barrera, Caravaggio nos ofrece un extraordinario icono de la mujer, distinta de los estereotipos a los que estamos acostumbrados. La María caravaggesca es una mujer verdadera, majestuosa, humilde, decidida y premurosa, acogedora y estimulante.

Una fiesta, la de la mujer, que más que ninguna otra tiene el poder de arrojar luz sobre la pobreza de significado que nos rodea. No tanto por el origen de la fiesta en sí, sino por el modo de celebrarla. De hecho, surge la pregunta de a qué mujer mirar, qué modelos ofrece, hoy, el horizonte cotidiano. ¿Tal vez la mujer supereficiente y exitosa? ¿O la mujer sex symbol? ¿La emancipada? ¿La directiva de empresa? ¿La snob? ¿La intelectual? ¿La política? ¿Qué mujer?

Entonces surge en nuestra mente la imagen de una mujer poco solicitada, que no marca tendencia, pero que ciertamente es contracorriente y que es la única que merece el título de Ma-donna, es decir, mujer por excelencia, arquetipo femenino absoluto: mujer, virgen y madre. María.

Michelangelo Merisi, conocido como Caravaggio, un artista que tuvo una relación tormentosa y algo conflictiva con las mujeres, supo dar de la Madonna [la Virgen] una imagen bella, fresca, decidida. Como debía ser ella, María de Nazaret.

Un cuadro, en particular, me sorprende cada vez que lo miro, por el modo cómo consigue hacer verdaderas y nuevas las palabras del poeta: «Mujer, eres tan grande y tanto vales que quien busca la gracia sin tu ayuda, son un volar sin alas sus afanes». Con estos versos Dante propone un modo para orientarse hacia metas más altas y más verdaderas (la gracia anhelada) a través de ella, la Mujer que es «tan grande y tanto vale».

La obra de Caravaggio en cuestión es la llamada Madonna de los Peregrinos, situada en la iglesia de San Agustín en Roma. El artista la pinta basándose en el movimiento de una estatua, la de Thusnelda, que probablemente vio en la rica colección de Ferdinando de’ Medici: una princesa alemana que fue hecha prisionera embarazada, que llevó a término el embarazo y permaneció fiel al marido el cual, a su vez, nunca la olvidó y se negó a contraer nuevo matrimonio.

«Thusnelda en el triunfo de Germánico», de Karl von Piloty (1873). Fuente: Wikipedia, Thusnelda.

También María esta inmortalizada así, escultural y majestuosa, con el Niño entre los brazos, como un trofeo. Así también lo había mostrado al enemigo, como un triunfo, la heroína alemana.

Sí, María es reina, de porte noble, pero es también modesta, humilde, compasiva, como el lugar en el que aparece: la jamba de una puerta y un muro ligeramente desconchado es lo que se nos permite ver de la casa de Nazaret. Desde aquí María muestra a su Hijo, animada no por un orgullo indómito, sino por su misericordia.

Esta virgen majestuosa no recibe a los peregrinos dentro de su casa, sentada en un trono, y envía a los criados a abrir la puerta. No, ella misma sale al encuentro de los visitantes y los espera en el umbral, preparada para invitarlos a entrar. Esta mujer no tiene un trono, ella misma es el trono del Hijo divino que tiene en brazos. La mirada, dirigida a los dos pobres arrodillados, es premurosa y atenta.

Jesús está desnudo: tiene la desnudez de la inocencia, la desnudez de ese cuerpo que María tomará en sus brazos, por última vez, bajo la cruz para depositarlo en el sepulcro. Una sábana, referencia a la Síndone, envuelve el cuerpo del Niño.

La imagen que nos ofrece Caravaggio es, en resumen, la imagen contracorriente de una mujer que vive plenamente ese «ser-para» al que estuvo destinada desde la eternidad. Ser para el otro, ser para el hombre, para cada hombre, en un don gratuito de sí que edifica a la mujer que lo realiza.

Así comprendemos mejor el abandono seguro del Niño divino dentro del abrazo materno. Desde ese trono, tan sólido, Cristo eleva ligeramente la cabeza y bendice a los dos fieles. Los bendice y, al mismo tiempo, los señala: así nos obliga a mirarlos bien y a considerar su aspecto humilde, a observar sus pies, testimonio elocuente del camino recorrido, polvoriento y áspero.

Sobre estos pies se han escrito páginas enteras; algunos críticos cercanos a la época del artista (Baglione en 1642 y el abad Bellori en 1672) dejaron anotaciones no del todo benévolas, haciendo incluso creer de manera velada que debido a la suciedad de esas extremidades el cuadro fue rechazado y objeto de burlas. En realidad, los dos peregrinos han sido identificados con dos nobles: el marqués Ermete Cavalletti y su madre. Fueron ellos quienes quisieron la obra: devotos de la Virgen lauretana, quisieron identificarse con todos los que, desde hace siglos, buscan en la humilde casa de Nazaret luz y consuelo. Cavalletti y su madre eran seguidores de una corriente conocida como el pauperismo borromaico y oratoriano, la cual, aunque incluía a prelados y personas de alta clase social, proponía un estilo de vida humilde y modesto, que aspiraba a las cosas del Cielo.

Así, en estos dos harapientos podemos ver a toda la humanidad y, en la mujer anciana, una enseñanza para nosotros. Tal vez por haber dejado atrás las preocupaciones y la intrepidez juvenil es ella la que mira con más decisión a la Virgen, Nueva Thusnelda, indicándonos con la mirada dónde orientar nuestro deseo.

Thusnelda significa «con forma de estrella»: nutrir altos deseos, apuntar hacia las estrellas para tener esa forma que es la forma de María, la Stella Maris, es el deseo que nos viene de esta mujer noble del siglo XVII.

De este modo, superando cualquier barrera temporal y cultural, Caravaggio nos ofrece un extraordinario icono de la mujer, distinta de los estereotipos a los que estamos acostumbrados. La María de Caravaggio es una mujer verdadera, majestuosa y, sin embargo, humilde, decidida y premurosa; acogedora y, al mismo tiempo, estimulante. María, parece decirnos Caravaggio, te encuentra allí dónde estés, pero no te deja como estás: eleva tu deseo, te lleva hacia esa medida alta de la vida que te hace plenamente hombre y plenamente mujer.

Los versos de Dante que cita la Madre Riva corresponden al Paraíso, en la oración final de San Bernardo. El cuadro corresponde a los frescos de Philipp Veit (1793-1877) en la Casa Massimo de Letrán.

Ante esta mujer nos sentimos verdaderamente como los dos nobles andrajosos y sube a nuestros labios la invocación de Dante: Mujer eres tan grande y tanto vales que quien busca la gracia sin tu ayuda, son un volar sin alas sus afanes.

Traducción de Helena Faccia Serrano.

María, Reina de las Familias, ruega por nosotros.

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