Como cada ocho de septiembre la Iglesia universal celebra la festividad de la Natividad de la Virgen María. Una de las tres únicas personas (las otras son Juan el Bautista y el propio Jesús) de las que se celebra su nacimiento. Elegida por ser el día de la dedicación de una iglesia mariana en Jerusalén, esta fecha empezó a conmemorarse por el año 530 d.C, cuando Romano el Meloda compuso un himno para ella.
La fiesta se difundió lentamente y no fue hasta el siglo VII cuando traspasó fronteras, llegando hasta Occidente. El Papa San Sergio I (687-701) decretó que se celebrara una procesión con motivo del nacimiento de la Virgen, desde la iglesia de San Adrián (quien comparte día con la fiesta) a Santa María la Mayor en Roma. En el siglo XII ya se había convertido en una fiesta mariana mayor y día de precepto.
«La última misa de María»
Durante la Edad Media, la fiesta fue popularizándose cada vez más, y empezó a llamarse «la última misa de María», ya que la primera de la temporada era el día de la Asunción, el 15 de agosto. Sobrenombre que perdería con la institución de la Virgen de los Dolores, que se celebra el 15 de septiembre.
La Natividad de María tuvo una aceptación más lenta que la de fiestas como la Asunción.
Sin embargo, la Natividad de la Virgen tuvo una aceptación más lenta que otras fiestas marianas como la Anunciación o la Asunción. De hecho, la primera vez que aparece en un manuscrito es en el año 750 d.C. Para cuando la fiesta se había hecho popular el ritual romano había dejado de instituir vigilias para celebraciones consideradas como «nuevas», siendo el Corpus Christi otra de las principales «afectadas».
La Natividad de la Virgen siempre se siguió celebrando en algunos pocos lugares, aunque no fuera en la propia Roma. La festividad consistía en un ayuno el día anterior y en una misa el día 8 de septiembre, después de la hora nona. Para el rito ambrosiano, por ejemplo, se trata de una fiesta mayor, es más, es la festividad a la que rinde dedicación la catedral de Milán. En Jerusalén, esta fiesta también tiene mucha devoción.
Pero, la Natividad también trae consigo celebraciones de carácter más popular. El 8 de septiembre marca, más o menos, la transición del verano al otoño, y por ello las regiones vinícolas de Francia la convirtieron en la fiesta del vino y la cosecha. Los viticultores llevaban sus mejores uvas a los pies de la Virgen para su bendición. Posteriormente, tenía lugar una comida, durante la que se probaban las uvas.
En los Alpes, por ejemplo, este día comienza el conocido «descenso», cuando el ganado vacuno y ovino vuelve de los pastos después del verano. Se adornan los animales con flores en honor a la Virgen mientras descienden desde las altas montañas hasta sus cuarteles de invierno. Para los austriacos, en este día, son las golondrinas las que comienzan su migración hacia el sur.
Dos bellas oraciones
Una bella tradición de esta fiesta es la bendición de las semillas para la temporada de la siembra. De hecho, el propio Ritual Romano contiene dos bendiciones muy especiales para la ocasión:
«Santo Dios y Padre, Dios todopoderoso y eterno, te pedimos y rogamos que mires con buen corazón y justicia estas semillas y semilleros. Y hablaste a Moisés, tu sirviente, en la tierra de Egipto, diciendo «Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os doy, y seguéis su mies, traeréis al sacerdote una gavilla por primicia de los primeros frutos de vuestra siega. Y el sacerdote mecerá la gavilla delante de Yahveh». Con esta petición, Señor, sé misericordioso e inunda con tu bendición y tu mano derecha estas semillas, que en tu bondad nace y se sustenta la vida. Que ninguna sequía ni inundación las destruya, que queden ilesas hasta que alcancen su tamaño y produzcan una abundante cosecha para el servicio del cuerpo y el alma. Te lo pedimos a ti que vives y reinas en perfecta Trinidad por siempre».
En este primer texto se suplica a Dios «que mire estos frutos y semillas con ojos alegres y semblante alegre». Sin duda, una de las oraciones más hermosas de la liturgia latina. La oración continúa asociando la bendición de las semillas con la fiesta de las Primicias de los judíos.
Por su parte, la segunda oración rezas así:
«Dios todopoderoso y eterno, sembrador y brote de la palabra divina, que cultiva el campo de nuestros corazones con utensilios celestiales, escucha nuestras oraciones e inunda con abundantes bendiciones los campos donde se sembrarán las semillas. Con tu protección aparta la furia de los elementos, para que los frutos se llenen de tus bendiciones y puedan almacenarse ilesos en el granero, a través de Cristo nuestro Señor».
Esta segunda oración asemeja la acción de sembrar de los campesinos a la de Dios en las almas: «Sembrador y Cultivador de la Palabra celestial, que labras la tierra de nuestros corazones con rastrillos espirituales». Mientras que la primera oración se centra en las semillas, la segunda pide la bendición de los campos en los que estas serán plantadas.