El mayor evento mariano del Jubileo de la Misericordia: 94 delegaciones con sus vírgenes en Roma

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La gran cita mariana en Roma este Año de la Misericordia ha sido, sin duda, el Jubileo Mariano que se ha celebrado del 7 al 9 de octubre, por el que han pasado más de 25.000 fieles de 55 naciones. 

Acudieron con una convocatoria especial los rectores, capellanes y devotos de numerosos santuarios de los cinco continentes (desde Altötting en Alemania, a Zaragoza en España, devotos de La Vanh en Vietnam o de la Virgen de Copacabana de Bolivia). Llevaban sus banderas, trajes típicos, estandartes e imágenes de las distintas advocaciones de la Virgen María de todo el mundo. 

Fueron tres días de devoción con un programa intenso: 

Viernes, 7 de octubre:
– Misa solemne en la Basílica de Santa María La Mayor
– Rezo del Santo Rosario en la Plaza de San Pedro y Súplica a la Reina del Santo Rosario de Pompeya
– Noche de Adoración Eucarística y de Reconciliación; confesiones en las iglesias jubilares de Santa Maria in Valicella y San Salvatore in Lauro
 
Sábado, 8 de octubre 
– Peregrinación hacia la Puerta Santa de las cuatro Basílicas. En Santo Spirito in Sassia, Adoración Eucarística y confesiones.
– Ingreso en la Plaza de San Pedro. Animación con oraciones y cantos marianos.
– Procesión de las Delegaciones Marianas de las Congregaciones Nacionales y de los Santuarios
– Vigilia en la Plaza de San Pedro con la presencia del Papa Francisco
 
Domingo, 9 de octubre
– Santa Misa presidida por el Santo Padre en la Plaza de San Pedro

En la Vigilia de Oración el Papa Francisco habló sobre el Rosario: “La oración del Rosario no nos aleja de las preocupaciones de la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los signos de la presencia de Cristo”, dijo Francisco en la meditación.
 
94 delegaciones de todo el mundo
La procesión de advocaciones reflejó la universalidad de la devoción a la Virgen María, con 94 delegaciones de todo el mundo, cada una con su imagen o estandarte mariano. La última fue la de María Salud del Pueblo Romano, de fecha desconocida, repintada en numerosas ocasiones, pero que probablemente es un icono del siglo V, venerado ininterrumpidamente en Roma. Ante ella reza el Papa Francisco siempre antes y después de cada uno de sus viajes al extranjero.

Presentando al Papa las delegaciones, el organizador de la Jornada, el arzobispo Fisichella, recordó especialmente los sufrimientos de Haití, devastada por el huracán Matthew. Anteriormente, dio voz al dolor de la población de Alepo, martirizada por los bombardeos, el arzobispo maronita Joseph Tobji, que había narrado su experiencia después de los testimonios ofrecidos por el rector de Fátima, Carlos Cabecinhas, y por el redentorista Ronival Benedito dos Reis, comprometido con el servicio pastoral en el santuario brasileño de Aparecida hasta el 2015. Estaba también presente en el Jubileo Mariano, una delegación de la ciudad de Amatrice, una de las más destruidas por el reciente terremoto de Italia, a quienes el Santo Padre, poco antes, prometió oraciones.

La misa del domingo se celebró en una mañana cristalina y soleada de Roma, tras una fuerte lluvia de otoño, con presencia de peregrinos de todo el mundo. El Pontífice, que vestía paramentos color verde del Tiempo ordinario y llevaba el palio, inició la eucaristía celebrada en idioma italiano, incensando el icono de María Salus Populi Romani, patrona de Roma, mientras el coro de la Capilla Sixtina cantaba Gloria in Excelsis Deo.

Ser agradecidos y humildes, como María
El Evangelio del día, el de los diez leprosos curados de los cuales solo uno vuelve para dar gracias a Jesús, llevó al Papa a presentar a María como ejemplo de agradecimiento desde la humildad. 

Recordó que siguiendo el ejemplo de María, para agradecer es necesario tener humildad. “Preguntémonos si estamos dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos” preguntó.

El Papa quiso precisar también que en las lecturas de la misa del día, los dos extranjeros son protagonistas: Naamán y el samaritano. Y se interrogó: “Cuántos extranjeros, e incluso personas de otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o descuidamos”. Y añadió algo para no olvidar: que la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el estar lejos de su tierra".

“Aferrémonos fuertemente –concluyó el Papa– a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.

Vea aquí la galería completa de fotos del encuentro en Flickr

TEXTO COMPLETO de la reflexión del Papa Francisco en la Vigilia de Oración
Queridos hermanos y hermanas, en esta Vigilia hemos recorrido los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María. Con la mente y el corazón hemos ido a los días del cumplimiento de la misión de Cristo en el mundo. La Resurrección como signo del amor extremo del Padre que devuelve vida a todo y es anticipación de nuestra condición futura. La Ascensión como participación de la gloria del Padre, donde también nuestra humanidad encuentra un lugar privilegiado. Pentecostés, expresión de la misión de la Iglesia en la historia hasta el fin de los tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además, en los dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria del Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la Misericordia.

Por muchos aspectos, la oración del Rosario es la síntesis de la historia de la misericordia de Dios que se transforma en historia de salvación para quienes se dejan plasmar por la gracia. Los misterios que contemplamos son gestos concretos en los que se desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por medio de la plegaria y de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas necesidades de la vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo que irradia la misericordia misma del Padre. 

Ella es en verdad la Odigitria, la Madre que muestra el camino que estamos llamados a recorrer para ser verdaderos discípulos de Jesús. En cada misterio del Rosario la sentimos cercana a nosotros y la contemplamos como la primera discípula de su Hijo, la que cumple la voluntad del Padre (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21).

La oración del Rosario no nos aleja de las preocupaciones de la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los signos de la presencia de Cristo. Cada vez que contemplamos un momento, un misterio de la vida de Cristo, estamos invitados a comprender de qué modo Dios entra en nuestra vida, para luego acogerlo y seguirlo. Descubrimos así el camino que nos lleva a seguir a Cristo en el servicio a los hermanos.

Cuando acogemos y asimilamos dentro de nosotros algunos acontecimientos destacados de la vida de Jesús, participamos de su obra de evangelización para que el Reino de Dios crezca y se difunda en el mundo. Somos discípulos, pero también somos misioneros y portadores de Cristo allí donde él nos pide estar presentes. Por tanto, no podemos encerrar el don de su presencia dentro de nosotros. Por el contrario, estamos llamados a hacer partícipes a todos de su amor, su ternura, su bondad y su misericordia. Es la alegría del compartir que no se detiene ante nada, porque conlleva un anuncio de liberación y de salvación

María nos permite comprender lo que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser discípula. Su primer acto fue ponerse a la escucha de Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su corazón para acoger el misterio de la maternidad divina. Siguió a Jesús, escuchando cada palabra que salía de su boca (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21); conservó todo en su corazón (cf. Lc 2,19) y se convirtió en memoria viva de los signos realizados por el Hijo de Dios para suscitar nuestra fe. Sin embargo, no basta sólo escuchar. Esto es sin duda el primer paso, pero después lo que se ha escuchado es necesario traducirlo en acciones concretas. El discípulo, en efecto, entrega su vida al servicio del Evangelio.

De este modo, la Virgen María acudió inmediatamente a donde estaba Isabel para ayudarla en su embarazo (cf. Lc 1,39-56); en Belén dio a luz al Hijo de Dios (cf. Lc 2,1-7); en Caná se ocupó de los dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,1-11); en el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia (cf. Jn 19,25-27); después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos valientes del Evangelio (cf. Hch 1,14).

A lo largo de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.

Invoquemos en esta tarde a nuestra tierna Madre del cielo, con la oración más antigua con la que los cristianos se dirigen a ella, sobre todo en los momentos de dificultad y de martirio. Invoquémosla con la certeza de saber que somos socorridos por su misericordia maternal, para que ella, «gloriosa y bendita», sea protección, ayuda y bendición en todos los días de nuestra vida: Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, Oh Virgen gloriosa y bendita.

TEXTO COMPLETO de la homilía del Papa Francisco en la misa final del Jubileo Mariano
El Evangelio de este domingo (cf. Lc 17,11-19) nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el camino que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (v. 13).

Están enfermos y buscan a alguien que los cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a los sacerdotes que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual curación.

De este modo, no se limita a hacer una promesa, sino que pone a prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha sido curado todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber obedecido a la palabra de Jesús.

Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes, y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del Donador, es decir del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho hombre.

Sólo uno es la excepción: un samaritano, un extranjero que vive en los márgenes del pueblo elegido, casi un pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar su gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero Sacerdote que, después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus discípulos.

Saber agradecer, saber agradecer, saber alabar por todo lo que el Señor hace en nuestro favor. Qué importante es esto. Nos podemos preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces nos decimos gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces damos gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña en la vida?

Con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos también con Dios. Es fácil ir al Señor para pedirle algo, pero regresar a darle las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la negligencia de los nueve leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» (Lc 17,17-18).

En esta jornada jubilar se nos propone un modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra Madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces nuestra alegría será plena. Solamente aquel que sabe agradecer sube a la plenitud de la gloria

Para saber agradecer se necesita también la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5,14- 17). Enfermo de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los cuidados del profeta Eliseo para curarse, que para él es un enemigo.

Sin embargo, Naamán está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena que se sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a Naamán, más aún, lo decepciona: ¿Puede ser realmente Dios uno que pide cosas tan insignificantes? Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el Jordán, e inmediatamente se curó.


El corazón de María, más que ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios, para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había hecho obras extraordinarias. Preguntémonos si estamos dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos.

Es significativo que Naamán y el samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o descuidamos.

El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el Señor quiere. También la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el estar lejos de su tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.

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