Demos gracias a María «porque siempre nos precede en el peregrinaje de la vida y de la fe», pide el Papa en la Asunción

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El Papa rezó el Angelus en la Plaza de San Pedro en la festividad de la Asunción, recordando que «María es modelo de virtud y de fe»: «Al contemplarla hoy asunta al cielo en el cumplimiento final de su itinerario terreno, le damos las gracias porque siempre nos precede en el peregrinaje de la vida y de la fe. Ella es la primera discípula».

Francisco recordó que el Evangelio del día narra la visita de Nuestra Señora a su prima Santa Isabel, y que el canto del Magnificat que con esa ocasión proclamó María «es un canto de alabanza a Dios, que obra cosas grandes a través de personas humildes, desconocidas al mundo, como María misma, como su esposo José, como incluso el lugar donde viven, Nazaret».

«La humildad es como un vacío que deja un lugar para Dios. El humilde es poderoso porque es humilde, no porque sea fuerte», añadió el pontífice. Y así, «el Magnificat canta al Dios misericordioso y fiel, que cumple su designio de salvación con los ricos y los pobres, con quienes tienen fe en Él, con quienes se fían de su palabra, como María. Ahí está la exclamación de Isabel: ‘¡Bienaventurada tú que has creído!'».

A esa María bienaventurada, el Papa pidió que ante todo le pidamos una gracia, «siempre antes y por encima de otras gracias que deseamos: la gracia que es Jesucristo«. Así, «trayendo a Jesús, la Virgen nos trae también a nosotros una alegría nueva, plena de significado, nos trae una nueva capacidad de atravesar con fe los momentos más dolorosos y difíciles, nos trae la capacidad de misericordia, de perdonarnos, de comprendernos, de sostenernos unos a otros».

Texto íntegro de las palabras del Papa en el Angelus
Hoy, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, el Evangelio nos presenta a la joven de Nazaret que, una vez recibido el anuncio del ángel, parte rápido para estar junto a Isabel en los últimos meses de su prodigioso embarazo. Llegando a su casa, María recibe de su boca las palabras que han entrado a formar la oración del Ave María: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.

En efecto, el mayor don que María trae a Isabel y al mundo entero es Jesús, que ya vive en ella. Y vive, no solo por la fe y por la esperanza, como en tantas mujeres del Antiguo Testamento: en la Virgen, Jesús ha tomado carne humana para su misión de salvación.

En la casa de Isabel y de su marido Zacarías, donde antes reinaba la tristeza por la falta de hijos, ahora hay la alegría de un niño que llega, un niño que se convertirá en el gran Juan Bautista, precursor del Mesías. Y cuando llega María, la alegría se desborda y estalla en los corazones porque la presencia invisible pero real de Jesús lo llena todo de sentido: la vida, la familia, la salvación del pueblo. Todo.

Esta alegría plena se expresa con voz de María en la oración estupenda que nos ha transmitido el Evangelio de San Lucas, y que por su primera palabra latina se llama Magnificat. Es un canto de alabanza a Dios, que obra cosas grandes a través de personas humildes, desconocidas al mundo, como María misma, como su esposo José, como incluso el lugar donde viven, Nazaret.

¡Qué grandes cosas ha hecho Dios con las personas humildes! ¡Qué grandes cosas hace el Señor en el mundo con los humildes! Porque la humildad es como un vacío que deja un lugar para Dios. El humilde es poderoso porque es humilde, no porque sea fuerte.

Esta es la grandeza del humilde, de la humildad. Quisiera preguntaros -también a mí mismo-, pero no para responder en voz alta, sino para que cada uno responda en el corazón: ¿cómo va mi humildad?

El Magnificat canta al Dios misericordioso y fiel, que cumple su designio de salvación con los ricos y los pobres, con quienes tienen fe en Él, con quienes se fían de su palabra, como María. Ahí está la exclamación de Isabel: “¡Bienaventurada tú que has creído!”

En esa casa, la venida de Jesús por medio de María creó no solo un clima de alegría y comunión fraterna, sino también un clima de fe que lleva a la esperanza, a la oración, a la alabanza.

Querríamos que todo eso sucediese también hoy en nuestras casas. Celebrando a María Santísima asunta al cielo, querríamos que ella nos trajese una vez más a nosotros, a nuestras familias, a nuestras comunidades, ese don inmenso, esa gracia única que debemos pedirle siempre antes y por encima de otras gracias que deseamos: la gracia que es Jesucristo.

Trayendo a Jesús, la Virgen nos trae también a nosotros una alegría nueva, plena de significado, nos trae una nueva capacidad de atravesar con fe los momentos más dolorosos y difíciles, nos trae la capacidad de misericordia, de perdonarnos, de comprendernos, de sostenernos unos a otros.

María es modelo de virtud y de fe. Al contemplarla hoy asunta al cielo en el cumplimiento final de su itinerario terreno, le damos las gracias porque siempre nos precede en el peregrinaje de la vida y de la fe. Ella es la primera discípula. Le pedimos que nos proteja y nos sostenga, que podamos tener una fe fuerte, alegre, misericordiosa, que nos ayude ser santos para que nos ayude a encontrarnos con ella un día en el Paraíso.

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