Un cuento sobre cosas que suceden: dos vidas salvadas del aborto por los ojos misericordiosos de María

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Las personas que ayudan a las madres en riesgo de abortar conocen bien la eficacia de la intercesión de la Virgen para tranquilizar sus almas y ayudarlas en la buena decisión. Por eso este relato, presentado a concurso en los Premios Cari Filii del año pasado por Rafael Cervera Casanueva bajo el título Los misericordiosos ojos de María, es, aunque un relato de ficción, fiel reflejo de muchos casos similares, algunos de los cuales no los conoceremos nunca por quedan entre Ella… y la interesada .

LOS MISERICORDIOSOS OJOS DE MARÍA

La mirada de la Virgen María propicia las fieles y verdaderas palabras atribuidas en el Apocalipsis a quien está sentado en el trono: “yo hago nuevas todas las cosas”.

Y de pronto, se encontró en la calle, sola. En sus manos, simplemente un hatillo. No poseía nada más. Quién hubiera dicho que hacía solo un año vivía en la más grande de las abundancias. Comenzó a vagar sin rumbo por las calles de Badalona, adentrándose en el barrio de Pomar. Las náuseas la acosaban una y otra vez y la cabeza le daba vueltas a una velocidad imposible de controlar. Por su mente pasó rápidamente lo vivido en los últimos tres meses. Una pesadilla que parecía no tener fin desde que el predictor certificó el embarazo…

Ya se lo temía, pero no había dejado de acostarse con ese chico guapo que ahora no quería saber nada de ella, ni le contestaba las llamadas ni respondía a los whatsapps, que ya ni siquiera leía.

Se armó de valor para hablar con sus padres. Sabía que la conversación iría mal, pero no esperaba que tanto. Él le espetó, sin más, una palabra que jamás le había oído pronunciar, de esas que te encogen el corazón. Su madre se quedó blanca, como un témpano de hielo, y solo giró la cara. No sabía si su actitud le había dolido aún más que la de su padre.

Entonces, surgió su amiga Vanessa, que le ofreció ir a vivir con ella al piso de Badalona, siempre y cuando abortara. La cosa funcionó más o menos por unas semanas en las que, agobiada, ni había pasado por la Universidad. Sacaba un dinerillo para subsistir haciendo de canguro a los hijos de los González, pero cuando se enteraran de su estado…

La cosa explotó en el momento que le dijo a Vanessa que pensaba tener el niño.

-Vete de aquí, miserable, ¿así agradeces lo que he hecho por ti? –chilló señalándole la puerta.

Se detuvo un momento, a vomitar, justo delante de unos árboles. Al concluir, se le acabaron las fuerzas. No pudo más. Ella quería tener la criatura que llevaba dentro, pero quizá sus padres y Vanessa tenían razón y la única solución era abortar; las lágrimas comenzaron a inundar su rostro. No podía parar de llorar.

Levantó la cabeza lentamente y su vista, nublada, reparó en una vidriera formada por cinco cruces rojas. Le pareció que de la tercera salía un delgado líquido rojo, como si fuera sangre, pero pensó que sería el efecto óptico causado por las lágrimas. A su derecha vio otra cruz, enorme, y reconoció en el edificio que tenía delante una iglesia sencilla.

De pronto, le entró una vergüenza muy grande de que la gente que pasara la viera llorar en la calle, a plena luz del día. Cruzó la acera, decidida a entrar en la iglesia, probablemente el único sitio en donde alguien podía llorar sin convertirse en blanco de las miradas de los curiosos.

Caminó con decisión, pero se detuvo sorprendida delante de la puerta al contemplar una inscripción en la que pudo leer:

Si las personas dedicaran una hora a la semana a la adoración al Santísimo Sacramento, el aborto en el mundo sería abolido. Beata Madre Teresa

Abrió, entró y quedó cegada un instante por la luz que desprendía la sagrada forma. Se sentó en uno de los primeros bancos. Las lágrimas volvieron a surcar su rostro y lloró, lloró y lloró sin parar…

Pasaron unos quince minutos. Separó las manos lentamente de su propia cara y sus miradas se cruzaron. Los ojos misericordiosos de la bellísima estatua de la Virgen María que flanqueaba a Jesucristo Eucaristía se posaron en ella y, por primera vez desde que comenzó ese mal sueño en el que se había transformado su existencia, sintió algo de ánimo. Notó que se iba calmando por dentro y que los espasmos provocados por el llanto comenzaban a cesar.  No entendía nada de lo que ocurría. ¿Qué hacía allí dentro? ¿Cómo podía sentir un magnetismo de tal envergadura ante un trozo de pan y una simple estatua de una mujer que sostenía unas cuentas? Sin embargo, comenzaba a encontrarse en paz, comenzaba a sentirse mejor…

-¿Estás bien, puedo hacer algo por ti? -le preguntó una grave voz masculina, no exenta de dulzura.

-¿Es usted el párroco? –le interrogó ella por respuesta.

-Me llamo Pascual.

-¿Por el que fue alcalde de Barcelona y presidente de la Generalitat? –interrumpió.

-No, no -respondió sonriendo-, por un aragonés, San Pascual Bailón. Y no soy el párroco, soy un simple sacerdote. Anoche tuve un sueño profundo (suelo dormir bastante bien) en el que vi una imagen de la Virgen, justo como la que contemplas, que me decía que viniera hoy aquí, a rezar por ti.

Se hizo un silencio de unos treinta segundos, que parecieron treinta minutos. ¿Sería posible? ¿En realidad le importaba ella a Dios y a su Madre, dos seres de quienes prácticamente no se había acordado en más de tres años?  ¿Cómo podía ser verdad que alguien que ni siquiera conociera rezara por ella?

Habló con el sacerdote largo tiempo. Al fin pudo desahogarse de todo lo que llevaba dentro, que la atenazaba sin dejarla respirar tranquila desde que supo que llevaba una vida en su vientre. Curiosamente, Pascual la felicitó por su valentía y le explicó el valor de una vida y la alegría que debía sentir por estar tan cerca de experimentar la maternidad.

-Jesús, para llegar hasta a Él, nos invita a volver a nacer y esta es tu gran oportunidad –le dijo con ternura el sacerdote-. No te sientas turbada, no eres diferente de nadie. A todos nos ha aterido el gélido frío del pecado y todos necesitamos que Dios nos cubra con su cálido manto de la misericordia.

Tras la confesión, Pascual y ella se quedaron un tiempo en adoración, dando gracias y pidiendo por otras chicas que pudieran encontrarse, desesperadas, en una situación similar. Después, el sacerdote la acompañó hasta la puerta de la iglesia.

-¡Toma! –le dijo y le dio una estampa de la Madre Teresa, dos tarjetas de visita y doscientos euros.

Ella negó con la cabeza, pero Pascual simplemente apuntó:

-Vamos, que los necesitas mucho más que yo. En una de las tarjetas encontrarás el nombre y teléfono de un buen amigo. Preside una asociación que se encarga de ayudar a jóvenes como tú. Verás que te encontrarán una familia que te acoja y te acompañe en el maravilloso tiempo que estás por vivir. Por supuesto, si necesitas algo, no dejes de llamarme. Mi número está en la otra tarjeta de visita…

Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. No pudo articular palabra. Sus labios solo pudieron mencionar un tímido “gracias” al despedirse de Pascual.

Antes de dar media vuelta y caminar calle abajo, contempló una vez más el edificio de la vidriera con las cinco cruces rojas y se persignó. Habían pasado unas dos horas, quizá tres, y su situación era aparentemente la misma, pero por dentro era una persona nueva. Llena de confianza, sentía una gran esperanza, una esperanza imposible de explicar para aquellos cuya mirada todavía no se haya encontrado con los ojos misericordiosos de María.

Rafael Cervera Casanueva

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