Ana Catalina Emmerick vio los Via Crucis que rezaba la Virgen y su última comunión y muerte con los apóstoles en Éfeso

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Escena de la miniserie de la RAI «María de Nazaret» (2012), donde la Virgen María es interpretada por la actriz alemana Alissa Jung.

¿Murió la Virgen María? El dogma de su Asunción a los Cielos, definido en 1950 por el Papa Pío XII, no se pronuncia sobre algo que debaten los teólogos, estableciendo que aquélla se produjo “cumplido el curso de su vida terrena”.

Según pudo contemplar la Beata Ana Catalina Emmerick (1774-1824) sí muere, tal como recoge una recopilación de sus visiones recién publicada por Homo Legens: Secretos de la Biblia.

En el prólogo, el historiador Fernando Paz explica que estas visiones, que el escritor Clemens Brentano (1778-1842) transcribía fielmente, han recibido algunas confirmaciones sorprendentes, como el hallazgo de la casa de la Virgen en Éfeso merced a la descripción geográfica hecha por ella, quien jamás estuvo en Tierra Santa.

Misel Maticevic interpreta a Clemens Brentano y Tanja Schleiff a Anna Catalina Emmerick en Das Gelübde [La Promesa], película alemana de 2007 sobre la relación entre ambos.
“Junto a todas estas visiones, el cumplimiento de no pocas de las cuales es recordatorio fehaciente de su seriedad”, afirma Paz, “Ana Catalina Emmerick fue testigo igualmente de los episodios bíblicos que aquí se recogen, desde el principio de los tiempos hasta su final».

 

Ana Catalina Emmerich sufrió las llagas de la corona de espinas, así como los estigmas de la Pasión.

Por cortesía de la editorial, ofrecemos a los lectores de Cari Filii News algunos pasajes de Secretos de la Biblia referidos a los últimos días de Nuestra Señora en Éfeso.

 

El Vía Crucis de María en Éfeso. Visita a Jerusalén

En las cercanías de su vivienda había dispuesto y ordenado María Santísima las estaciones del Vía Crucis. La vi al principio ir sola por las estaciones de este camino midiendo los pasos dados por su divino Hijo, que tenía anotados desde Jerusalén. Según los pasos que contaba, señalaba el lugar con una piedra y sobre esta piedra la vi escribir lo sucedido en la Pasión del Señor y anotar el número de pasos hasta este lugar. Si encontraba un árbol en el camino, señalaba el paso de la Pasión en el árbol mismo. Había señalado doce estaciones. El camino llevaba al final a un matorral y el santo sepulcro estaba señalado en una gruta. Cuando hubo señalado estas doce estaciones, vi a la Virgen María, silenciosa, recorrer con su fiel criada esos pasos de la Pasión del Señor, meditando y orando. Cuando llegaban a una estación, se detenían, meditaban el misterio de la estación y oraban.

Poco a poco este Vía Crucis fue mejorado y arreglado y Juan hizo poner mejor las piedras recordatorias con sus inscripciones. La gruta también fue agrandada, adornada convenientemente y transformada en lugar de oración. Las piedras estaban en parte enterradas en el suelo, cubiertas de vegetación y de flores y cercadas. Eran de mármol blanco liso. No he podido medir el grueso de esas piedras por las plantas que cubrían la parte inferior.

La Casa de la Virgen en Éfeso.

Los que hacían el Vía Crucis llevaban un asta con una cruz como de un pie de alto; clavaban el asta en una hendidura de la piedra y se postraban delante para rezar, si es que no se echaban de cara al suelo, meditando y orando. Las sendas en torno de las piedras eran bastante anchas, pues podían ir por ellas dos personas a la vez. Conté doce de estas piedras, las cuales, terminado el acto, se cubrían con una estera. Las piedras eran más o menos iguales y en los lados tenían letras hebreas; los lugares donde estaban las piedras eran de diversas dimensiones. La estación primera, el Getsemaní, la formaba un vallecito con una pequeña cueva donde podían estar arrodilladas varías personas. La estación del Calvario no estaba en la gruta, sino en una colina. Para ir al sepulcro se pasaba la colina; luego al otro lado de la piedra recordatoria, en una hondonada y al pie de la colina, la gruta del sepulcro, donde María Santísima fue colocada más tarde. Creo que esta gruta existe todavía bajo los escombros y que un día ha de ser descubierta.

Cuando la Virgen hacía el Vía Crucis llevaba un sobrevestido que llegaba en pliegues hasta los pies. Se ponía sobre los hombros y se cerraba debajo del cuello con un broche. Llevaba un cinturón y cubría así el vestido interior. Me parece que era un vestido de grandes solemnidades, al uso de los judíos, porque lo he visto usado también por Ana en algunas ocasiones. Sus cabellos estaban ocultos en una especie de gorro de color amarillo, que llegaba hasta la frente y caía detrás con sus pliegues recogidos. Un velo negro de tela fina le llegaba hasta los hombros. En esta forma la he visto recorrer el camino de la Pasión. Había llevado este vestido en la crucifixión de Jesús, oculto bajo el vestido de luto que la cubría, y ahora se lo vuelve a poner todas las veces que hace el Vía Crucis. En casa se pone este vestido para los quehaceres diarios.

La Virgen María tenía ya mucha edad, pero no llevaba otras señales de vejez que un ansia grande que la transformaba y la espiritualizaba cada vez más. Estaba de ordinario seria, de modo que nunca la vi riendo. Cuando más avanzaba en edad se volvía más transparente, se esclarecía su rostro. No tenía arrugas en la cara ni en la frente, aunque aparecía demacrada; ni señales de decrepitud: era como un espíritu en su modo de ser. He visto una vez a la Virgen haciendo el Vía Crucis con otras cinco mujeres. Ella precedía; me pareció muy débil, blanca y como traslúcida. Era conmovedor ver ese rostro angelical. Me pareció que hacía este camino de la Pasión por última vez.

(…)

Cuando la Virgen María hubo vivido tres años en el retiro de Éfeso sintió gran deseo de ver los lugares santos de Jerusalén. Juan y  Pedro la condujeron a esa ciudad. Estaban reunidos allí varios apóstoles: recuerdo haber visto a Tomás. Creo que era un concilio. María les ayudaba con sus consejos.

A su llegada la he visto, al anochecer, antes de entrar en la ciudad, ir al Huerto de los Olivos, al Calvario, al santo sepulcro y visitar los santos lugares de Jerusalén. La madre de Dios estaba tan angustiada y desfallecida, que apenas podía ya andar. Pedro y Juan la sostenían por momentos.

Un año y medio antes de su muerte la he visto de nuevo visitar los lugares santos de Jerusalén. Estaba entonces muy triste y suspiraba siempre, diciendo: «¡Oh, Hijo mío! ¡Oh, Hijo mío!»… Cuando llegó a aquella puerta donde cayó Jesús con la cruz, se sintió tan agobiada, que cayó en desmayo. Creyeron los acompañantes que iba a morir, y la llevaron al Cenáculo, que aún existía, y allí vivió algún tiempo en la pieza junto al Cenáculo.

María estuvo varios días tan débil y postrada que se creía que iba a morir; por eso se pensó en prepararle un sepulcro. María misma eligió una cueva en el Huerto de los Olivos y los apóstoles le prepararon un hermoso sepulcro por medio de un trabajador cristiano. Algunos pensaron que había ya muerto. Así se esparció la noticia de su muerte también en el extranjero.

Pero la Virgen cobró nuevas fuerzas, de modo que pudo emprender el viaje de vuelta a Éfeso. Murió allí después de año y medio de su llegada. El sepulcro preparado en el huerto fue tenido en honor, y más tarde se edificó una iglesia sobre él. San Juan Damasceno, así se me dijo en visión, escribió, según había oído decir, que murió en Jerusalén y fue sepultada allí mismo.

He visto que fue voluntad de Dios dejar inciertos la muerte, el lugar de su sepultura y su Asunción a los cielos en aquellos tiempos primitivos de creencias incipientes, para no dar motivo a que hicieran de la Madre de Dios una diosa, como había tantas en las mitologías paganas.

 

Llegada de los apóstoles para la muerte de María Santísima

Cuando la Virgen María sintió acercarse su fin sobre la Tierra llamó en oración, según se lo había encargado Jesús, a los apóstoles junto a su lecho. Tenía ahora sesenta y tres años de edad. Cuando nació Jesús tenía solo quince años.

Antes de su Ascensión, Jesús había enseñado a María, en la casa de Lázaro en Betania, cómo debía llamar a los apóstoles junto a sí y darles su última bendición que debía serles de gran provecho. Le encargó también diversos trabajos espirituales, cumplidos los cuales debían verse satisfechos sus vehementes deseos de reunirse con Jesús en el Cielo. En esa ocasión Jesús había mandado a Magdalena que viviera en soledad allá donde la llevarían y a Marta que viviera en una comunidad de mujeres. Él, Jesús, estaría siempre con ellas.

Mediante la oración de María, los ángeles recibieron el encargo de avisar a los apóstoles dispersos que se reunieran en Éfeso junto a la Virgen. He visto que los apóstoles tenían erigidas en todas partes pequeñas iglesias provisionales de maderas entrelazadas o chozas de barro blanqueadas, hechas en la forma como veo la casa de María y su oratorio, es decir, por detrás terminadas en triángulo. Tenían altares para los divinos oficios.

Los largos viajes que hicieron no fueron sin especial ayuda de Dios. Aunque ellos no lo sabían explicar, yo veía que muchas veces hacían viajes imposibles sin ayuda sobrenatural. Los he visto muchas veces caminar entre multitud de paganos sin ser vistos por ellos. Los prodigios que he visto obrar en sus misiones se me presentan a veces algo diferentes de lo que se sabe por los libros que los narran. Obraban en todas partes según las necesidades de los diversos pueblos. Los he visto llevar huesos de los profetas o de algunos primeros mártires y tenerlos delante de sí en la oración y en la celebración de los oficios divinos.

Pedro estaba, cuando fue avisado de ir a Éfeso, con otro apóstol en Antioquía. Andrés, que había estado hacía poco en Jerusalén, donde fue perseguido, no estaba lejos de Pedro. He visto a Pedro y a Andrés en varios lugares, de camino, no lejos uno del otro. Descansaban de noche en lugares abiertos de los países cálidos. Pedro estaba recostado junto a una pared cuando vi venir al ángel, que le tendió de la mano y le dijo que se levantase y partiese a donde estaba la Virgen esperándole y que en el camino encontraría a Andrés, su hermano. Pedro, que ya era de edad y postrado por los trabajos, se enderezó sobre sus rodillas, apoyándose en las manos y escuchó al ángel que le hablaba. Luego se puso de pie, se echó el manto encima, tomó su bastón y se encaminó hacia afuera. Pronto se encontró con su hermano Andrés, que había tenido la misma visión.

De camino encontraron a Tadeo, quien dijo haber recibido también aviso del ángel. Así llegaron a Éfeso, donde hallaron a Juan. Judas Tadeo y Simón se encontraban en Persia cuando recibieron el aviso del ángel.

El apóstol Tomás era de pequeña estatura y de barba rojiza; estaba más lejos que todos, y llegó después de la muerte de María. Cuando el ángel le avisó, estaba el apóstol orando en una choza de barro y caña. Con un compañero muy sencillo lo he visto navegando los mares en una pequeña embarcación. Luego atravesó la comarca, sin entrar en ciudad alguna. Venía un discípulo con él. Tomás estaba en la India cuando recibió el aviso. Se había propuesto, antes de recibir el aviso, penetrar en Tartaria, y no podía resolverse a dejar su proyecto. Tenía el carácter de querer hacer siempre demasiado y así llegaba a veces tarde. Se internó más al norte, a través de China, en las comarcas de Rusia. Aquí le alcanzó el segundo aviso y entonces se dirigió a Éfeso. El criado que tenía consigo era un tártaro, a quien había bautizado. Tomás no volvió a Tartaria después de la muerte de María. Fue traspasado por una lanza en la India, a donde había vuelto. He visto que en estas comarcas levantó una piedra de recuerdo. Sobre ella había orado de rodillas, dejando la impresión encima. Dijo que cuando el mar llegase hasta esa piedra vendría otro misionero a predicar aquí la fe (San Francisco Javier).

Juan había estado hacía poco en Jericó, pues iba con cierta frecuencia a Tierra Santa, aunque vivía de ordinario en Éfeso y en los alrededores.

A Bartolomé lo he visto en Oriente, en Asia. Era un hombre de bello aspecto y muy arriesgado. Su rostro era blanco; tenía la frente ancha, ojos grandes, cabellos negros y encrespados y barba partida en dos. Había convertido a un rey y a su familia cuando recibió el aviso. Cuando volvió a ese país, fue martirizado por un hermano del rey convertido.

El apóstol Pablo no fue llamado, pues lo fueron solo aquellos que habían conocido o eran parientes de la Sagrada Familia.

Pedro, Andrés y Juan fueron los primeros en llegar a la casa de la Virgen María, la cual, próxima ya a la muerte, estaba tendida en el lecho de su celda. He visto que la criada de María se afligía: en un rincón y aun delante de la casa se echaba de cara al suelo, orando con gran aflicción y tristeza.

He visto acudir a dos parientes próximos de María y a cinco discípulos. Todos parecían muy cansados. Tenían bastones de viaje. Estos discípulos llevaban debajo del manto con capucha la vestidura blanca de sacerdotes, cerrada por delante con cuerdas de cuero, formando rodetes como botones. Las capas y estas vestiduras sacerdotales eran recogidas hacia arriba cuando estaban de viaje. Algunos traían bolsos colgados de la cintura. Al encontrarse se abrazaron con mucho afecto. Algunos lloraban de alegría y de emoción al verse reunidos otra vez.

Al entrar dejaban sus capas, bastones, bolsos y cinturones; sus largas vestiduras blancas les caían en pliegues hasta los pies. Ahora se ponen un cinturón ancho que tiene letras hebreas bordadas. Luego se acercaron con reverencia al lecho de María para saludarla. La Virgen pudo decir pocas palabras. No he visto a estos viajeros tomar otro alimento que un líquido que bebían en recipientes que llevaban consigo. No dormían en la casa, sino afuera, en tiendas que se improvisaban junto a las paredes exteriores de la misma casa, con telas, mimbres y maderas entrelazadas y cubiertas con esteras.

He visto que los primeros en llegar arreglaron, en la parte anterior de la casa, un lugar para celebrar la Misa y orar. Se preparó un altar con tela roja y encima otra blanca donde colocaron un crucifijo que parecía de madreperla. La cruz era como la de Malta. Esta cruz era como un relicario, pues se podía abrir y tenía cinco compartimentos en forma de la misma cruz. En uno, el del medio, estaba el Santísimo Sacramento; en los otros estaban dispuestos el crisma, el aceite, el algodón y la sal. Era de apenas un palmo de largo y lo llevaban los apóstoles en sus viajes colgado del cuello.

«La muerte de la Virgen», de Caravaggio, cuadro de 1606.

Con este recipiente trajo Pedro la comunión a María. Los demás apóstoles y discípulos se dispusieron en dos hileras desde el altar hasta el lecho de la Virgen y se inclinaron profundamente al paso del Santísimo Sacramento. El altar, donde se veía también un atril con rollos de las Escrituras, no estaba en el medio de la sala, sino al lado derecho de la pieza, y era removido al dejar de usarse.

Cuando los apóstoles se reunieron para despedirse, se había removido el tabique de separación. Los apóstoles llevaban sus largas vestiduras blancas con el ancho cinturón con letras. Los discípulos y las santas mujeres estaban alineados a los lados. He visto que la Virgen María estaba en su lecho sentada, y que cada apóstol venía y se arrodillaba, y que María oraba, y con las manos cruzadas sobre la cabeza, los bendecía. Lo mismo hizo con los discípulos y las santas mujeres. Una, que se inclinó mucho sobre ella, fue abrazada. Cuando se acercó Pedro, he visto que tenía un rollo de Escritura en las manos. Habló la Virgen María a todos, en general; y esto lo hizo según lo que le había mandado Jesús en Betania. He visto también que dijo a Juan cómo debían hacer con su cuerpo y que debía repartir los vestidos que quedaban a la criada y a las otras mujeres que a veces venían a ayudarla. Señaló hacia el armario; he visto que la criada fue allá, abrió y volvió a cerrar.

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