El testimonio de amor a la Virgen María de John Wilson tiene una doble importancia. Por un lado, porque viene de alguien de origen baptista que sigue siendo protestante, aunque a través uno de sus cuatro hijos participa con frecuencia en el culto católico. Y en segundo lugar, por la propia personalidad de Wilson, uno de los más reconocidos críticos bibliográficos en Estados Unidos: ha escrito en The New York Times y The Boston Globe y en la conservadora National Review, además de dirigir durante veintiún años (1995-2016) el suplemento quincenal Books & Culture que editaba la revista Christianity Today.
Reproducimos por su interés el artículo publicado en First Things bajo el título La Madonna [La Virgen, en italiano en el original inglés]:
La Madonna
por John Wilson
Cuando uno llega a mi edad –71 años más o menos-, recordar se convierte en una parte cada vez más importante de tu vida mental. En mi caso, el hecho de recordar está, con frecuencia, impulsado por el hecho de clasificar: buscar entre montones de libros, carpetas archivadoras, fotocopias, impresiones de emails, revistas, pilas de artículos de periódico, etc.
Recientemente, encima de uno de esos montones encontré un obituario de The New York Times, fechado 4 de agosto de 2004, cuando las páginas aún eran espaciosas: «Muere Sidney Morgenbesser, de 82 años, Kibitzing Philosopher [filósofo pedante y brillante]» (Está claro que Douglas Martin, autor del obituario, se divirtió: «En los años 50, el filósofo británico J. L. Austin vino a Columbia para presentar un ensayo sobre el análisis cerrado del lenguaje. Indicó que aunque dos negativos hacen un positivo, en ningún caso dos positivos hacen un negativo. ‘Sí, sí’, dijo Morgenbesser».)
Justo debajo, en ese mismo montón, había un largo obituario de 2006 sobre la novelista Muriel Spark, seguido de una fotocopia del perfil de Alec Wilkinson publicado en el New Yorker y cuyos autores fueron Gillian Welch y David Rawlings (The Ghostly Ones, 20 de septiembre de 2004) y una fotocopia de un texto de 1990 de Sarah Booth Conroy sobre Iris Murdoch.
Cada uno de estos artículos (por no mencionar otros del mismo montón) me condujo a través de los serpenteantes senderos de la memoria, que se cruzaban con otros. Pero el que me llevó más lejos fue un breve texto escrito por mí, publicado en una revista llamada Christianity and the Arts (otoño de 2001) en un número especial dedicado a La Virgen, y del que fue editor responsable Carl Winderl. Este es el texto que escribí:
«Durante la Semana Santa de 1999 estuve en Filadelfia para el encuentro anual de la Association for Asian American Studies. La tarde del Viernes Santo, en lugar de participar en la reunión de negocios prevista, decidí ir a la iglesia más cercana, que resultó ser San Juan Evangelista, una iglesia católica, donde pude escuchar la interpretación del Vía Crucis de Franz Liszt.
San Juan Evangelista no es una iglesia desnuda, despojada de adornos, como muchas iglesias católicas modernas. Hay grutas y nichos y altares por todas partes. Ciertamente, los cuáqueros no la aprobarían, como tampoco los baptistas, con quienes aprendí a rendir culto a Dios.
La iglesia de San Juan Evangelista, en Filadelfia (Estados Unidos), de estilo neogótico.»El templo estaba a rebosar, y los fieles que se sentaban apretujados en los bancos parecían una sección representativa de la ciudad. En el banco justo delante de mí, una pordiosera se sentaba cubierta por tres capas de vestimenta, desprendiendo un olor acre que me hirió como una bofetada en la cara. A su lado había un hombre perfumado, vestido y aseado de manera inmaculada.
»Cerré mis ojos y me encontré transportado a mi primera infancia, sentado en la iglesia baptista junto a mi amado hermano pequeño, Rick. Una época en la que no captaba plenamente los detalles de lo que estaba ocurriendo; sin embargo, todo estaba envuelto en el misterio. Me pareció que mi hermano pequeño estaba sentado a mi lado en esa iglesia de Filadelfia. Sentí de una manera extraña y asombrosa que él estaba viendo lo que yo veía.
»De repente, con una convicción que no puedo explicar, sentí que allí nos hubiéramos sentido en casa cuando éramos niños. Y, por primera vez, siguiendo las Estaciones del Vía Crucis, sentí algo más: una profunda, penetrante y dulce apreciación de María, la madre de Jesús, unida al amor que mi hermano y yo sentíamos por nuestra madre y que, al mismo tiempo, sugería el increíble amor de Dios por nosotros.
»Antes de ese momento, yo comprendía la devoción a María de manera intelectual, e incluso podía disertar cultamente sobre ella, aunque como muchos protestantes era consciente de sus excesos reales; pero nunca la había sentido. Estoy agradecido por el don de esa tarde en Filadelfia».
Si usted ha seguido mi columna en First Things, tal vez se acuerde de que nuestra hija Mary (la tercera de nuestros cuatro hijos) conoció al que sería su marido, John, en un seminario de filosofía en el Wheaton College. Se casaron en agosto de 2003, poco después de la graduación de Mary. Al poco tiempo estaban recibiendo las catequesis para convertirse al catolicismo. A partir de entonces, Wendy y yo hemos participado en las celebraciones con Mary y John (y, en su momento, con sus seis hijos) en las iglesias católicas que han frecuentado a lo largo de estos años. En los últimos cinco años, o más, su iglesia ha sido Nuestra Señora de la Expiación en San Antonio (Texas).
Cuando estaba sentado en esa iglesia en Filadelfia en 1999, no tenía ni idea de que todo esto sucedería. Pero veinte años más tarde, estoy aún más agradecido de lo que estaba ese día por tan «profunda, penetrante y dulce apreciación de María», en misteriosa comunión con mi hermano ausente: una visión, podría usted llamarla (una aparición, aunque modesta).
Traducido por Elena Faccia Serrano.