No creía en Dios, pero un imagen de la Virgen le hizo llorar y confiarse: ahora se está preparando para el bautismo

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1917
Gray vio transformada su vida al encontrarse de frente a la Virgen María: ni siquiera sabía que era la madre de Jesucristo.

“Cuando era niño, no me faltaba nada material, porque mis padres tenían mucho dinero. Solo me faltaba lo esencial, que es el amor”, cuenta Gray para explicar cómo y por qué su vida empezó a torcerse: “Mi padre trabajaba muchísimo, apenas le veía. No pasábamos tiempo juntos, y cuando lo hacíamos acabábamos chocando y discutiendo. Esa falta de amor me hizo buscarlo en otras partes”.

Como San Pablo

En esa búsqueda fue dando tumbos: le iba mal en el colegio, fumaba desde casi niño, frecuentaba malas compañías… “Además empecé a beber y a visitar páginas pornográficas”, completa. Un panorama dentro del cual sus ansias de espiritualidad le hicieron “buscar donde no debía”, y profundizar en el budismo: “Me parecía que estaba bien, todo aquello de la contemplación, del bienestar animal, del bienestar para las personas… Buscaba a Dios sin saberlo”.

Llegó así a un periodo de su vida en el que tocó fondo: “Me separé de mi pareja, había dejado de fumar y volví a hacerlo, etc… Justo entonces fui consciente de lo que había sido mi vida. Siempre había querido hacer el bien, amar a los demás… pero no lo hacía, al revés, hacía el mal que no quería hacer, no comprendía lo que pasaba. Hacía sufrir a mi pareja porque me buscaba a mí mismo, pero no estaba en paz conmigo mismo. No podía convivir con nadie”.

Es un caso que evoca la dolorosa constatación de San Pablo: “No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Así, pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer lo bueno, pero lo que está a mi alcance es hacer el mal. En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom 7, 15-23).

En manos de la Virgen

En esta situación, Gray decidió ponerse completamente en manos de Dios, aunque no creía: “Si hay alguien en el Cielo, si hay un Dios, ayúdame, haz algo por mí. Ya no puedo más. Veo que mi vida o va bien, haga lo que haga. ¡Ayúdame, si estás ahí!

Era diciembre, y pocos días después de estas reflexiones, en torno a Navidad, una amiga le aconsejó que rezara y, según relata en Découvrir Dieu, le recomendó un portal en internet: “Al entrar en él, me encontré con una imagen de la Virgen. Yo ya había escuchado hablar de ella y de Jesús, pero creo que por entonces no sabía que María era la madre de Jesús”.

Pero ese encuentro con Nuestra Señora fue transformador para Gray de manera inmediata: “Me puse a llorar. Eran lágrimas de alegría en las que la llamaba ‘Madre’, lo que me transformó interiormente por completo. Recibí un amor que no sabría expresar. Todo se me hizo claro en ese mismo momento. Supe que tenía que confiarle todo a ella. Y le confié mi vida entera, lo dejé todo en sus manos. Le pedí ayuda y le hablé. De mi boca salieron ellas solas, sin reflexionar, estas palabras: ‘¡Madre mía, sálvame, libérame!’ Como si fuese mi madre, le hablaba sin filtros, sin cortapisas, sin nada… Todo se lo podía decir, todo se lo podía entregar…”

“Y de hecho”, continúa, “ella limpió mi vida, si puedo decirlo así: la puso en orden, porque estaba manchada por tantas cosas…”

Camino del bautismo

Gray explica que se había entregado al esoterismo y a otras espiritualidades “nada buenas”, y de golpe comprendió su error: “Me había equivocado de camino por completo, debía seguir el camino verdadero, el de Jesús”.

Deshacerse de sus viejas tendencias fue “un auténtico combate espiritual”, que libró con intensidad porque “había que desembarazarse de todo aquello”.

Al principio creyó que era cuestión de su voluntad y que podía hacerlo por sí mismo, pero “había demasiados miedos y demasiada oscuridad como para escapar de tantas cosas malas”: “Solo cuando comprendí que tenía que abandonarme en el Señor me fui liberando poco a poco. Liberación con la que sentí que volvían a mí la paz y una alegría llena de amor”.

Eso le permitió gobernarse mejor a sí mismo, abrirse más a los demás, a conocerles, a hablarles, a compartir: “A aprender de los demás y no encerrarme en mí mismo”.

Gray empezó a frecuentar las iglesias y a conocer a personas con fe: “Me enseñaron lo que era el amor, lo que era compartir”.

Fue el empujón definitivo: “Tomé la decisión de prepararme para el bautismo. Esto me llena de alegría, y normalmente dentro de un año o dos años podría bautizarme y convertirme plenamente en hijo de Dios. Por Él continuaré este camino de vida hacia el Señor”.

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