Primera Etapa o Vida Oculta

LA ANUNCIACIÓN

Lucas1, 26-38

Anuncio del nacimiento de Jesús *

«En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia dijo: «Alégrate, llena de gracias, el Señor está contigo»*. Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande; reinará sobre la cas de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?*«. El ángel le contestó: » El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay impsosible«. María contestó: » He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.»

*1,26-38 Al presentar en paralelo la anunciación de Juan y la de Jesús, Lucas no olvida resaltar la superioridad de Jesús, el Mesías. Además, destaca la fe de María sobre las dudas de Zacarías.
 *1,28 Favorecida por Dios de forma singular, María es invitada a alegrarse como la hija de Sión por las salvación que el Señor va a relaizar en favor de su pueblo, y se le asegura ya la presencia dinámica y eficaz de Dios. Apoyados en la afiramción angélica y en el saludo de Isabel (Lc 1,42), los Padres de la Iglesia vieron en María a una segunda Eva, salida sin macha de las manos de Dios, como «un inefable milagro» suyo.
*1,34 Tomando pie de la pregunta de María, el ángel aclara que aquella concecpción no se realizará con intervención de varón, sino por el poder del Espíritu Santo.

Una joven judía de unos catorce o quince años se hallaba en su casa de Nazaret, en oración, según han representado de ordinario lienzos y autores espirituales (veáse La Anunciación, Museo del Prado de Madrid, de Fra Angelico, Beato Angélico O.P, 1390-1455, fraile dominico italiano y pintor, beatificado por S.S JPII en 1982).

Pero de repente, se da cuenta que no está sola: un ángel ha entrado y la saluda de tal modo, que la desconciertan momentáneamente. María se queda turbada, pero la turbación no la paraliza, sino que la incitó a pensar qué querría significar el saludo del ángel. Éste se apresura a tranquilizarla, desvelándola el misterio.

La Virgen María como todos los israelitas, conocía la Escritura. Desde niña había sido instruida en la revelación . Las palabras del ángel le sonaban a profecía y tuvo conciencia clara por su extremada sensibilidad interior, de que el ángel Gabriel le estaba desvelando el designio del Creador sobre Ella, iba a ser la Virgen de la que hablaba Isaías, 7,14, aquella que concebiría y daría a luz a Enmanuel, Dios con nosotros.

Pero cómo iba a ser, y así le preguntó al ángel, pues ella era virgen y desde niña ofreció a Dios su virginidad, entregándose solamente a Dios. Y además no conocía varón. Pero a María no le importaba la aparente contradicción virgen/ madre de Dios, pues sabía que Dios no puede contradecirse, le preocupaba más bien cual iba a ser su papel para poder hacerlo lo mejor posible, necesitaba una aclaración para poder colaborar en el plan divino.

Pero el mensaje transmitido era de tal calibre para una criatura humana que el ángel le facilita una señal: el embarazo de su prima Isabel, porque para Dios no hay nada imposible.

Entonces la respuesta de María es inmediata, no por eso alocada, sino firme y serena: Fiat, hágase. No hubo ni un instante de vacilación, una vez recibida la aclaración del  ángel. Así fue, sin publicidad, sin que nadie se enterara.

La Anunciación para María supuso conocer de pleno su vocación: ser Madre de Dios; ahora se explicaba porqué estaba llena de gracia, porque había sido siempre tan sensible a las mociones más leves del Espíritu Santo, el por qué de sus cualidades.

El futuro ya no era exclusivamente de ella: el mismo Dios iba a decirle en cada circunstancia cual iba a ser su actitud. Todo lo demás iba a ser consecuencia de su Fiat inicial.

La Anunciación fue para la Virgen María la clave de su existencia. Adquirió una madurez y una profundidad de la importancia de su obrar a partir de ahora: debía ser lo que Dios quería de Ella.

A partir de entonces no habría monotonía en su vida, pues Dios había tomado posesión de su vida.

Este dejarse invadir por el Señor, es lo que da sentido a la vida y lo convierte en algo que merece la pena vivir, lo que da interés y relieve a los mil pequeños detalles de la existencia cotidiana.

Podemos distinguir tres momentos en la Anunciación:

  1. El anuncio de lo que Dios quiere de Ella en la vida.
  2. La captación por parte de María de la voluntad de Dios.
  3. Una respuesta a la proposición del ángel.

Toda vocación en el ser humano tiene estos tres momentos, y no se puede contemplar aisladamente solo uno.

La vocación no se elige sino se nos da, y el hombre la recibe o no.

No importa que sea un papel importante o sencillo, oscuro o lúcido, lo importante es el que sea.

Porque esta predestinación y elección divina es la clave de toda la existencia.

Sierva del Señor, pero libre, porque aceptó el plan divino, sin coacción. Libertad que no es lo mismo que independencia, la concepción inmaculada de María, la ausencia de pecado, su unión sobrenatural con Dios desde el principio de su Ser, la vinculó al Creador, ligándola estrecha y firmemente con el ser absolutamente libres. Esta es la raíz de la soberana decisión de María, porque somos libres en la medida exacta en que podemos amar a los seres y las cosas de las que dependemos, nuestra posibilidad de libertad se identifica con nuestras posibilidades de comunión, de amor.

La libertad no significa nada en sí misma; vale lo que vale el hombre y el valor de éste se mide por la densidad de su Ser y la profundidad de su Amor (Thibon).

De aquí la importancia de una vida interior sólida en cuya base exista una gran sinceridad con Dios y consigo mismo, una visión clara de nuestra condición de criaturas así como el conocimiento de un plan de Dios, en función del  cual cobra razón el ser personal de cada uno.

Todos estamos para algo, todo cuanto existe tiene una función. La creación no es una mera yuxtaposición de seres, sino una grandiosa estructura que tiene unidad, razón de ser y objeto, ordenada en distintos planos, que van desde las piedras inertes hasta los ángeles que sirven en el trono de Dios (Pieper). Nada de cuanto existe es inútil. Este orden explica las diferentes vocaciones. Toda alma tiene su camino pero es también el eslabón de una cadena y enlaza con otros.Vale la pena no olvidar el Fiat de Nuestra Señora, que abrió las puertas al Hijo de Dios para salvar el mundo.

¡Quién sabe lo que puede depender del Fiat que cada uno pronuncie ante una invitación de Dios!.

No es posible que el hombre adquiera la santidad si no se adapta al plan divino: conocer ese plan y adaptarse a él, he ahí la sustancia de la santidad (C.Marmino).

Hoy en día muchos cristianos conocen de una manera excesivamente abstracta el fin para el cual fueron creados, pero ignoran la concreción de ese fin genérico al particular caso personal.

La conexión entre la fe y la vida debe ser tal que la segunda debe ser resultado de la primera… a ese Dios invisible, lo encontraremos en las cosas más visibles y materiales (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones).

No es azar ni casualidad que toda la vida de la Virgen María fuera pura consecuencia de su Maternidad divina.

Lo que eleva al hombre, lo que le dar realmente una personalidad, es la conciencia de su vocación, la conciencia de su tarea concreta. Esto es lo que llena una vida y le da contenido.

(Cf. Suárez, Federico, La Virgen Nuestra Señora, Madrid, Ed. Rialp, 2005, ed.26ª, cap I, pp13-78)


LA VISITACIÓN

Lucas 1,39-56

María visita a Isabel
» En aquellos mismos días, María se levanto y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteción que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre.* Se llenó Isabel de Espíritu Santo y , levantando la voz, exclamó: » ¡ Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría* en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá».
María dijo:

«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra en mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humildad de su
esclava*.
Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí:
su nombre es santo,
y su misericorda llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colmad de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericorica
-como lo había prometido a nuestros
padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»

María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa».

* 1,48 El término que traducimos por humildad tiene el sentido de pequeñez.
* 1,41 El hijo de Isabel actúa y acomo precursor en el seno de su madre, señalando con su movimiento la presencia del Mesías.
* 1,44 La alegría de Juan es signo de la llegada del Mesías: el ángel la había anunciado a Zacarías con motivo del nacimiento de Juan (1,14) y también a María (1,28), que la expresará en su cántico (1,47).

San Lucas nos indica con la expresión “en aquellos días” sin precisar el tiempo concreto.

Pero sí nos indica que no debió transcurrir mucho tiempo entre la Anunciación y la Visitación, sino que ésta fue una cosa inmediata y consecuencia de la primera.

Las palabras del evangelista dan impresión de rapidez, de levantarse con la resolución de dirigirse a casa de Isabel lo antes posible. Era primavera, la aldea de Isabel, la actual Ain-Karim, en la montaña de Judea, se necesitaban varios días de viaje desde Nazaret. La Virgen María debió de coger alguna caravana y dirigirse sola con su secreto hacia la casa de su prima.

Debió de ser para Ella un viaje maravilloso, meditando las palabras del ángel y de su futura maternidad divina.

María hizo este viaje, no por confirmar lo que le había dicho el ángel sobre el milagro de la fertilidad de su parienta, sino probablemente, la caridad, la humildad y es Espíritu de Dios, en palabras de San Ambrosio, fue lo que la determinó a hacer ese largo viaje en estado ya de buena esperanza.

No se debe separar la Anunciación de la Visitación, pues María debió de presentir la relación entre el futuro nacimiento de Juan el Bautista y el de su futuro Hijo, Jesucristo. Pues Ella no pidió ninguna señal para creer, como Zacarías.

No se debe olvidar que la Virgen María no era un ser angélico sino era un ser humano, una mujer, sujeta a todas las reacciones emocionales propia de la humanidad. Es de suponer que después de la desaparición del ángel Gabriel, su estado anímico era de gozo, de enorme dicha, que se transformaría a medida que pasaban los días, en Alegría.

Alegría inmensa de saber que había llegado la hora del tan esperado Mesías, era la respuesta a la fidelidad de muchas generaciones de israelitas que durante siglos enteros y a través de las más extrañas vicisitudes, veían la Promesa de Dios cumplida. Y Ella había sido la elegida. Esta alegría que Nuestra Señora debió experimentar, necesitaba transmitirla, no reservársela para ella sola, era una alegría humana expansiva por naturaleza. Y qué mejor que compartirla con su prima Isabel. Pues al ser la Anunciación algo tan sencillo y a la vez tan íntimo, no era propio del querer de Dios que fuera anunciando por todas partes el nacimiento en sus entrañas del Enmanuelle. Y además nadie la hubiera creído. Pero Dios la puso en el camino a Isabel, la persona a la que podía confiar lo revelado por el ángel.

Era la ocasión ideal para hablar con su prima de las maravillas de Dios: la proxima maternidad de las dos. María se sentía impulsada a alabar y agradecer a Dios cuán bueno había sido con Ella y su prima. Y debió de tener efectos recíprocos: habiendo entre ellas una confidencialidad sincera y auténtica, ambas partes debieron experimentar un crecimiento interior recíproco. La Virgen María actuó aquí también con criterio sobrenatural, podía haber confiado el secreto a su esposo, San José, pero no se guió por este criterio humano. Percibió con nitidez en la Anunciación, la relación de los dos próximos nacimientos. Y esto nos debe ayudar a compartir confidencias con la persona adecuada y más cuando son temas que afectan al alma, porque sino se puede experimentar ese extraño sentimiento de frustración, de haber confiado una intimidad a alguien que no debiéramos.

Es bueno tener el espíritu de comunicación si como la Virgen María va unido al espíritu de la discreción. La mención de Isabel en el mensaje de la Anunciación, suponía por parte de Dios incluirla en la intimidad de lo que en el mensaje se revelaba. La Virgen María aceptó sin más esta indicación de Dios. Y puede servirnos de ejemplo a nosotros, en elegir adecuadamente a la persona a la que abramos nuestra alma, pues debe ser una persona capacitada para ello y comprensiva, que sepa escuchar, meditar y dar el consejo adecuado. Porque es humano, en palabras de Freud, sacar fuera lo que por dentro estorba, porque alivia el espíritu de un enorme peso; y podríamos añadir que también compartir las alegrías, que sino, pueden llegar a oprimir y ahogarnos. Pero se requiere una finura de espíritu especial para saber elegir la persona que reciba la confidencia, pues para ella es una prueba de confianza y responsabilidad que le ayuda a superar su propio yo para ponerse en la carne del confidente.

Lo primero que hizo María al ver a Isabel fue saludarla, pero lo que a continuación ocurrió fue algo extraordinario, que no había ocurrido en otros encuentros de las dos mujeres. Isabel se llenó de una paz extraordinaria y la criatura que llevaba en su seno, se removió de júbilo ante el saludo de María. El Precursor de Cristo, Juan el Bautista, iniciaba antes de nacer su papel de mensajero de Dios. La propia Isabel se sintió llena del Espíritu Santo y por eso se decidió a decirla:

¡Bendita tú entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!

Todo ocurrió en pocos momentos pero la intensidad de aquellos instantes fue tal, que produjo en María la proclamación de la oración del Magnificat.

La Virgen fue portadora de Cristo e instrumento del que Él se valió para santificar a Juan y llenar de Espíritu Santo a Isabel.

Ser instrumento y ser criatura, tomar conciencia de la importancia que existe en ser de la manera que Dios nos creó y en existir de acuerdo con su designio, nos permite ser instrumentos de su plan divino, y para serlos y buenos debemos tener dos cualidades: calidad en el ser y docilidad. La calidad radica en nuestra personalidad humana, que en palabras de Oscar Wilde, la personalidad no es otra cosa que la fidelidad al modo peculiar que Dios dio a cada uno, y la docilidad, estriba en utilizar adecuadamente los talentos que Dios nos ha concedido para colaborar con Él en la realización de su plan divino. Lo humano es por tanto algo con lo que hay que contar para servir a Dios, para la santidad. La gracia no destruye la naturaleza: la perfecciona!. De ahí que las personalidades más logradas y más completas sean la de los santos.

Nuestra Señora después de estos instantes extraordinarios con su prima Isabel, hizo lo que debía hacer, permanecer con ella ayudándola en su embarazo, que por ser de edad avanzada y primeriza, corría el peligro de no llegar a buen fin su estado de gracia. Por lo demás Nuestra Señora hizo las cosas habituales que hace cualquier persona, aparentemente monótonas, pero si como Ella somos portadores de Cristo, cualquier acto insignificante lo podemos elevar a un instante extraordinario, siendo así instrumentos de Cristo que nuestra simple presencia entre la gente, hable de Él.

Es hermoso pensar el estado de paz en el que tuvieron que convivir las dos primas, de cosa consumada, de felicidad plena. Eso tan hermoso que es ser sembradores de paz y de alegría. En palabras de San José María Escrivá de Balaguer; difusores del Ser y Existir Cristianos (Ibid. cap II, pp 87-127).

JESÚS ADOLESCENTE EN EL TEMPLO

Lucas 2,41-50

Jesús visita el templo a los doce años*
» Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó  se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusálén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedarno atónitos, y le dijo su madre: » Hijo, ¿Por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados. Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabiáis que yo debía estar en las cosas de mi Padre?* Pero ellos no comprendieron lo que les dijo*«

*2,41-52 Este relato es un complemento del precedente: llegado a su mayoría de edad por lo que toca a la ley de Moisés, Jesús va al templo y se dedica totalmente a las cosas de su Padre. Tal comportamiento muestra que se siente absolutamente Hijo, pero sus padres no le comprenden.
*2,49 Lit » en las cosas de mi Padre», una expresión que, leída en el contexto, manifiesta que para Jesús lo referente a su Padre es su absoluto, el primer valor, por encima de sus padres humanos.
*2,50 Ante la hondura de la revelación divina que Jesús acaba de hacer, María y José quedan desconcertados y no comprenden. Pero, ella mujer creyente y reflexiva, fue madurando estas experiencias en su conrazón.

Es este sin duda uno de los pasajes de la vida de la Virgen María que mayor desconcierto producen en el ánimo. Todos los años los israelitas tenían que acudir a Jerusalén. La Sagrada Familia así lo hizo. Generalmente se hacía en compañía de muchas familias que acudían por Pascua, al Templo para adorar a Dios. Los niños iban de una caravana a otra con enorme naturalidad y facilidad, y al acabar la jornada se reunían con sus respectivas familias para descansar. Al terminar la estancia en Jerusalén, María y José y los demás se pusieron de nuevo en camino, y sin mayor preocupación, se dieron cuenta que Jesús no iba con ellos. Sin gran agobio, comenzaron a buscarle entre otros grupos o familias. Pero no le hallaban. Su inicial despreocupación se empezó a convertir en cierta angustia de no encontrar al hijo amado. Se hizo de noche y se hizo patente la ausencia de Jesús. Esa misma noche volvieron a Jerusalén después de una búsqueda infructuosa entre las caravanas. La angustia se convirtió en inquietud, tristeza e insomnio. Al tercer día, le encontraron en el Templo: hablando con sencilla sabiduría sobre las cosas de su Padre ante los doctores. La primera impresión de la Virgen María fue sin duda de alegría, una enorme sensación de alivio la reconfortó, y más tarde un lógico orgullo maternal surgió de su corazón, al oírle hablar con tanta autoridad ante todos los doctores. Tanto Ella como José, se asombraron. Descubrían a un Jesús desconocido, hasta entonces se había comportando como un buen niño como tantos otros, pero ahora, Jesús estaba obrando como Mesías y necesitaba absoluta independencia de sus padres terrenales para cumplir su misión, para cumplir la voluntad de Dios.

María acongojada aún se dirigió a Él y le pidió una explicación, ¿porqué se había comportado así, después de haberle estado buscando?. Ella hubiera esperado como cualquier madre que su hijo, al verles, se les hubiera echado en sus brazos llorando, pero cuál fue la sorpresa de María, que el chaval ni siquiera les había echado de menos.

No acababan de entender esta actitud de Jesús, algo había que desconocían, pues una acción así, no podía haber sido hecha por el Niño, sino fuera por algo muy importante, que se les escapaba de su conocimiento. La respuesta de Jesús fue la de un Jesús desconocido. No reconocían al niño de doce años que Ellos habían visto crecer. Aquella respuesta de Jesús sonaba tan fuerte y tan grave, que habría que haber visto los gestos, las caras, las miradas cruzadas, de los tres, en aquella situación.

San Lucas termina su narración diciendo que tanto María como José no comprendieron el sentido de la respuesta: estaba haciendo las cosas de su Padre!.

La Virgen María debió de quedarse helada ante tal contestación pero era, objetivamente, lo que a Jesús se le pasó por la cabeza en ese instante, exactamente. Sólo podía haberlo hecho por alguna razón que estaba por encima de la obediencia filial a sus padres humanos, y que además, le requería una absoluta dedicación: cumplir la voluntad de Dios.

Jesús no pidió perdón, pues la autoridad de su Madre terminaba allí donde justamente comenzaba lo que existía independientemente de Ella, por ser de exclusiva pertenencia del Padre: su misión.

Es consolador para los que somos padres de adolescentes, observar el comportamiento tan humano y tan esperado de María y José, ante la desaparición repentina del Jesús adolescente. Y también reconforta pensar que, aunque no entendamos muchas cosas sobrenaturales, no por eso estamos lejos de Dios. Ella no lo entendió. Se habían abierto dos planos existenciales de repente distintos y a la vez conexos: el humano y el sobrenatural. El hombre se mueve entre estos dos planos y debe entender que cada uno tiene sus límites, sus leyes, y su alcance.

Dentro del plano de la existencia humana hay multiplicidad de relaciones que vienen condicionadas por muy diversos factores y cuya intensidad depende de la fuerza que los crea.

A raíz de la meditación de este pasaje es oportuno detenerse en la relación paterno-filial, en la que la fuerza de la sangre, es un vínculo tan fuerte que no se puede destruir: nadie puede dejar de ser hijo de sus padres o padre de sus hijos. Ahora bien, la unión no está en el vínculo sino en la calidad del vínculo. El amor de los padres a los hijos no es solo biológico o instintivo, sino que es algo que nace del corazón, pues los hijos son el fruto del amor de los padres, el amor del hombre y la mujer se prolonga en los hijos, en quienes se continúa queriendo. Cuando no es el amor profundo de corazón lo que une a los padres, sino el mero instinto animal del sexo, a los hijos no se les quiere!.

La fuerza del amor está en primer término en el orden previsto por Dios. El amor se sitúa por encima de esta relación natural de filiación, pues por la mujer “dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne” ( cf. Mt 19,5 y 6).

El amor humano, lo más noble y fuerte que existe en el mundo, es el pálido reflejo de Dios. San Juan nos enseña que Dios es amor, y si nosotros estamos hechos a imagen y semejanza suya, nuestro amor será auténtico en la medida que sea reflejo de Dios, cuando nos lleve a unirnos con Él.

El amor es el lazo de unión entre los miembros de la comunidad (sea del orden que fuere) más fuerte que existe que sólo debe ceder ante el DEBER. No hay aquí una contradicción, pues el DEBER es una manifestación de amor más alto, aunque con frecuencia sea menos sensible. Por eso cuando se habla de amor para justificar el rompimiento de los deberes, se miente; no es amor, sino la degradación o la falsificación del amor.

El nexo que nos une con Dios es el amor. Si existimos es porque Dios nos ama desde la eternidad, antes del tiempo. Cuando el amor, que nace de la voluntad, nos une a otros seres humanos, no salimos del plano natural, pero cuando ese amor se encamina al origen que es Dios, entonces trascendemos los límites naturales para penetrar en el mundo superior, sobrenatural. Y en ese mundo sobrenatural, Dios es el principio y el fin: lo es todo. Y lo que une es el amor de Dios y dos almas, dos personas que están en el mundo, se unen en Dios, por Dios y a través de Dios y con Él. Como ese amor de Dios está sobre la naturaleza, no está sujeto a sus leyes y por eso perdura y sobrepasa la muerte.

La familia real, la que permanece más allá de la muerte y es indestructible, porque es sobrenatural y fundada en la gracia, es la compuesta por los HIJOS DE DIOS, por los hermanos de Cristo, unidos por Él al Padre que está en los cielos. Esta trama invisible que nace del amor de Dios forma la gran familia sobrenatural de los hijos de Dios, que no nacen de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer de los hombres, sino que nacen de Dios (cf. Jn 1,13).

Así podemos entender la contestación de Jesús a sus padres al ser hallado en el Templo. Jesús no podía permitir, a pesa del dolor que causó a sus padres, romper los lazos con su Padre Celestial. Debía cumplir su voluntad, su misión estaba por encima del deber humano de obedecer a sus padres. Y cuando volvió a Nazaret, San Lucas nos relata con una sencilla frase les estaba sujeto (cf. Lc 2,51) la actitud de Jesús con María y José durante dieciocho años más.

Les estaba sujeto, pero no por ello dejaba de ser sobrenaturalmente libre. La obediencia no es incompatible con la libertad, sino más bien, es la ordenación de la libertad. Así por el hecho de ser padres, nadie puede mandar a un hijo que le confíe las cosas de conciencia. El interior de cada uno, el fuero de la conciencia, es el registro de las relaciones entre el alma y Dios y entre Dios y el alma. Que sí puede abrirse plenamente en el sacramento de la confesión.

Es verdad que los padres tienen una especial gracia de estado que les ayuda e ilumina en la función de educar a sus hijos. Y tienen el deber de vigilar y ayudar a sus hijos en lo que respecta a su vida religiosa y fomentarla, sobre todo en los primeros años, pero sin traspasar el límite de la intimidad de la conciencia. Y para los asuntos del alma, es el sacerdote quien tiene gracia de estado, y es en esta zona donde los hijos deben mantener su independencia respecto a sus padres, pues es Dios quién creó sus almas sin ayuda de nadie.

En todo lo demás, los hijos deben estar sujetos a los padres: deben obedecer pero libremente, no como esclavos: y sólo es capaz de obedecer libremente quien ama aquellos de quienes depende y deben mandarle.

Esta sujeción de los hijos a los padres va desde una absoluta dependencia (el recién nacido) hasta la independencia total (el hombre casado y con familia). Pero esto no disminuye la fuerza obligatoria del cuarto mandamiento: honrar a los padres. Que es mucho más que una simple obediencia porque entra el amor. A Dios debemos amarle y glorificarle y a los padres, que son como representantes de Dios para con los hijos, debemos honrarles, es decir, amarles. Pues si honrarles fuera solo obedecerles, sería un mandamiento temporal que al cumplir la mayoría de edad del hijo, caducaría y no es así.

La honra a los padres se les debe siempre. El cuarto mandamiento prescribe amor, respeto, darles alegrías, obedecer y actuar de tal manera, que estén orgullosos de sus hijos, darles satisfacciones, haciendo aquello que redunde en su honor.

Es llamativo la insistencia de la Escritura de este cuarto mandamiento, no así de la obligación natural que tienen los padres de amar a los hijos, porque no es cosa que haya que recordar. En cambio sí es frecuente que se recuerde a los hijos sus obligaciones respecto a los padres, pues es lógico que los hijos miren hacia delante su propio porvenir, que se les presenta amplio y dilatado y por ello tienden a pensar en sí mismos y a olvidarse de sus padres. De ahí el recordatorio del cuarto mandamiento, a raíz de la meditación del pasaje evangélico del Niño perdido y hallado en el Templo.

Les estaba sujeto, no se refiere a una obediencia de esclavo sino a la libre y delicada obediencia del que ama. El amor de Jesús a María y José es lo que hizo estar sujeto cuando era un hombre ya, no un niño. El amor hace que se ponga la propia felicidad en hacer feliz a aquellos a quienes ama, y de aquí la obligación de los hijos de honrar, y no simplemente de obedecer a los padres.

Y cuanto mayores son los hijos más urge la obligación de honrar a los padres, pues más desarrollada tenemos la inteligencia y al estar menos obligados a obedecer, el amor, las delicadezas, las atenciones deben crecer y son más necesarias. Pero no solo debe ser humano que lo debe ser, pues somos humanos, sino también amor sobrenatural a los padres, pues es el que sobrevive a la muerte, y no se deja llevar por el sentimiento y sus vaivenes. Es el obrar poniendo la mirada en el más allá, pues busca lo estable, lo definitivo, lo que no es susceptible de destrucción. Es entonces cuando el amor ya no es instintivo sino voluntario y consciente, y gana frescura y espontaneidad y nada puede destruirlo, y por ser a la par sobrenatural y humano, toma en consideración la jerarquía de deberes y los cumple todos sin menoscabo de ninguno. Es inexcusable no dar a los padres alegrías que se les pueden dar, cuesta tan poco cumplir delicadamente el cuarto mandamiento!

Cuando hay amor hay delicadeza y cuando ésta existe, las órdenes y los mandatos son innecesarios. En María, nuestra Señora, oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego se entrega toda Ella al cumplimiento de la voluntad divina. María nos enseña que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia, nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cf. Rom 8,21) (Ibid. cap III, pp147-175).