“Finamente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta » (Flp 4,8).
Con estas palabras de San Pablo a los filipenses, el Catecismo de la Iglesia Católica (CAT) inicia en la tercera parte, la Vida en Cristo, su exposición sobre las Virtudes.
A continuación define la Virtud como la disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.
San Gregorio de Nisa decía que el objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios.
El Catecismo hace una distinción entre las virtudes humanas y las virtudes teologales.
En su número 1804 y siguientes, nos define las virtudes humanas como actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionar facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.
Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino. Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se llaman cardinales; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios, forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas. Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación de Cristo nos otorga la gracia necesariapara perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.
En el número 1812 y siguientes, el CAT nos habla de las virtudes teologales, y nos dice que las virtudes humanas se arraigan en aquéllas que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina. Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios uno y trino.Fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces del obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son: la fe la esperanza y la caridad (cf.1 Co 13,13).
En la constitución dogmática sobre la Iglesia Católica del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, en su capítulo VIII dedicado a la Santísima Virgen María, nos presenta a Nuestra Señora como tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia en la fe y en la caridad.
Los Santos Padres piensan que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Por eso no pocos Padres antiguos, afirman gustosamente que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la Virgen María mediante su fe, y comparándola con Eva, llaman a María, Madre de los vivientes, afirmando con mayor frecuencia que la muerte vino por Eva, la vida por María.
Continúa diciendo la Lumen Gentium, que la Santísima Virgen cooperó a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Y por eso María es nuestra madre en orden de la gracia.
San Ambrosio nos enseño que la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Dios.
Creyendo y obedeciendo, engendró en la Tierra al mismo Hijo del Padre, sin conocer varón y cubierta del Espíritu Santo, como una nueva Eva, que presta su fe exenta de toda duda al mensaje de Dios.Mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente el pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de Virtudes para toda la comunidad de fieles (cf. Const.Dog. Lumen Gentium, cap.VIII).
Pero para poder imitar a María en las virtudes, primero hay que conocer cómo las vivió, para poder después asumir la responsabilidad de vivirlas como Ella lo hizo.
Y para iniciarnos en este apasionante camino de la imitación de María, debemos concretar las diez principales virtudes de la Santísima Virgen, que enumera Antonio Royo Marín, siguiendo al santo francés San Luis María Grignon de Monfort, y son las siguientes:
Su profunda humildad, su fe vivísima, su obediencia ciega, su oración continua, su mortificación total, su pureza divina, su caridad ardiente, su paciencia heroica, su dulzura angélica y su sabiduría celestial.
Esta enumeración de sus virtudes puede parecernos que María por su perfección es inalcanzable, inimitable, pero Ella era un ser humano, de carne y hueso, sí es verdad que dotada de enormes privilegios por Dios Padre, pero mujer como nosotras, madre y esposa, amiga y compañera. Por eso merece la pena (la vida) introducirnos en profundidad en cómo transcurrió su vida, cómo la vivió virtuosamente, cuál era su papel en la Economía de la Salvación, cómo sigue intercediendo por toda la Humanidad en los tiempos actuales….etc.
(Cf. Catecimo de la Iglesia Católica, Asociación de Editores del Catecismo, 1992, III parte, 1803-1829).
(Cf. Royo Marín, Teología de la Perfección Cristiana, Ed. BAC, Madrid 2002, I parte, cap. 4).
(Cf. Pieper, Josef, Las Virtudes Fundamentales, Ed. Rialp, 9ª ed., Madrid 2007).
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma (nº 1814 CAT).
Como consecuencia de esta fe judía en la que fue educada durante los catorce o quince años antes del anuncio del ángel Gabriel, María rebosaba una confianza y una paz interior, que sin duda, fueron claves para su aceptación libre del misterio de la encarnación. Ella sabía que Dios la amaba sin mérito alguno suyo, simplemente por ser su criatura, y que por ello le debía ciertos deberes.
En la Anunciación se asientan las bases de la ética cristiana, el Sí de la Virgen María supuso el hacer la voluntad de Dios en su Vida, el cumplir su primer deber para con Dios.
Esta actitud de la Virgen nos puede ayudar a comprender que por el mero hecho de existir, de ser criaturas, tenemos unas obligaciones que cumplir para con nuestro Creador. Hoy día pocos cristianos de verdad se plantean su vida en estos términos. La Virgen María se sentía enormemente agradecida por vivir, por el don de la vida, de la existencia que la había dado por Amor, su Señor. El contemplar el Fiat de María, nos puede ayudar a plantearnos las siguiente preguntas:
- iquest;Qué es lo que necesita Dios en general, en este instante, en el mundo, en la Iglesia?.
- ¿Y en particular, de mí, qué necesita? Ir de lo general a lo particular, discerniendo cuál es la voluntad de Dios en mi vida y aceptar las cosas como vienen sin vanagloriarme de los triunfos ni desesperarme por los fracasos. Lo que puedo cambiar, lucharlo. Lo que no puedo cambiar, resignarme pero una y otra cosa, con alegría, aceptando complacido que es la voluntad de Dios en mi vida y que por ello será lo mejor para mí.
María fue feliz, plenamente feliz, desde la Anunciación hasta Pentecostés, pasando por la Pasión. Fue feliz porque en cada momento hizo la voluntad de Dios, y no a ciegas, sino aceptando voluntariamente en cada momento lo que le pedía, meditando las cosas en su corazón, enamorándose de Dios, viviendo no solo los mandamientos sino cumpliendo gozosamente las bienaventuranzas, asumiendo con todas sus consecuencias la naturaleza misma de Dios, el Amor, y su propia naturaleza humana, amando hasta el fin de sus días terrenales y continuando amando desde el Cielo a todos sus hijos. (cf. María, camino de perfección, Santiago Martín).
En el Tratado de la Verdadera devoción a la Santísima Virgen, San Luís María Grignion de Monfort (1673-1716), nos ilustra que María es señal de fe auténtica, pues Dios Padre quiere formarse hijos por medio de María hasta la consumación del mundo. Así como en la generación natural y corporal concurren el padre y la madre, también en la generación sobrenatural y espiritual hay un Padre, que es Dios, y una Madre, que es María. Y quien no tenga a María por Madre, tampoco tiene a Dios por Padre. Y acaba diciendo el santo francés, que la señal más infalible y segura para distinguir un hereje es que éste siente desprecio o indiferencia para con la Santísima Virgen, cuyo culto y amor procuran disminuir. Y por tanto es justo y necesario repetir con los santos: De María, Nunquam Satis, no es suficientemente conocida! Y por ello no ha sido aún alabada, ensalzada, honrada y servida como se debe.
Federico Suárez, en su libro La Virgen Nuestra Señora, y en el capítulo de la Visitación, nos hace ver como Isabel resalta la fe de María por encima de otras virtudes, porque creyó en el misterio de la encarnación, contra toda humana evidencia, por encima de todos los posibles razonamientos y aun de todas las leyes de la naturaleza, y por ello, Isabel la alaba. No hay en toda la Escritura una manifestación tan poderosa de fe como la que dio Abraham, pero aún éste tiene que ceder ante la que mostró la Virgen María. La idea de toda maternidad estaba completamente fuera de toda la perspectiva personal de vida, que pudiera tener respecto a su futuro la Virgen María. Entre los judíos existía la costumbre de casar pronto a las mujeres, para dentro del matrimonio procrear y perpetuar la propia casa y el linaje. La total entrega de Dios que María hiciera desde niña la apartaba ya de la línea del Salvador. El mensaje del ángel la sustraía de repente y radicalmente de sus perspectivas vitales, descubriéndola un horizonte tan vasto e inimaginable, que era imposible penetrarlo con la pura razón. Nuestra Señora no tenía ninguna garantía humana de que aquello iba a suceder. Que una mujer concibiera sin intervención de varón, es algo que caía fuera de las leyes naturales, que sea Madre de Dios era impensable. Se le exigía algo de una grandeza realmente sobrehumana, una ilimitada, absoluta y ciega creencia en la palabra de Dios, tanto para la Encarnación como lo que iba a derivar de ella. Zacarías, el marido de Isabel, ante un hecho infinitamente más pequeño se resistió a creer que su mujer de edad avanzada, Isabel, iba a ser madre. Le parecía inconcebible.
Pero María era la llena de gracia y la criatura más humilde que puede concebirse. Se le exigió más que Abraham. Ella no comprendía (el misterio de la Encarnación lo siguió siendo), pero creía en Dios y en su omnipotencia, sabía que había hablado a sus antepasados judíos, conocía de las promesas hechas a su Pueblo. Creyó sin titubeo, lo que Dios le comunicaba a través del ángel, sin pedir señales sensibles. Hubo un portentoso acto de fe en la aceptación del mensaje. La Virgen se fió de Dios, creyó cuanto se le comunicaba y el Verbo se hizo hombre. El crecimiento interior y la madurez que experimentó María en el momento de la Encarnación caen fuera de lo mesurable. Había sido trasladada a un mundo superior, más cercano a Dios. De esta experiencia mariana podemos aprender que la fe es necesaria para todo cuanto hace referencia a un mundo superior, al mundo sobrenatural. Es inútil querer tener ante el llamamiento de una vocación cualquiera, la señal, la prueba sensible, que en el orden humano haga evidente la realidad sobrenatural de la vocación.
Esta primacía de la fe fue lo que hizo a Isabel, su prima, alabarla, nada más encontrarse: “Bendita Tú entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre”.
También fue fe lo que hizo a un puñado de hombres toscos, sin medios, sin estudios, sin influencias ni relaciones, cambiar la faz de la tierra, fue esa arma poderosa de la fe en Cristo. Los apóstoles no tenían más que esto: fe.Toda la predicación de San Pablo está centrada en la fe. San Juan con toda su firmeza y ternura afirmaba: “pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe»(1 Jn 5,4) y en Mc 9,23 “Jesús replicó: » ¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe».
Cuando a raíz de la multiplicación de los panes y los peces, los judíos preguntaban a Jesús qué era lo que debían hacer para agradar a Dios, Jesús les respondió: “ La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» Jn 6, 29).
Con todo y a pesar de la fuerte insistencia del Señor y de sus discípulos, a pesar que la condición fundamental, básica, para entrar en el Reino de los Cielos es la fe, hoy es quizá la virtud que menos intensamente se vive entre los cristianos. Se vive sin que la fe tenga la más mínima influencia en la vida real y cotidiana. De ahí esa inconsecuencia de la vida de los cristianos y de las sociedades que se llaman cristianas.
Hay una profunda fisura entre mundos distintos, una lamentable falta de unidad vital, como si en cada persona fueran compartimentos estancos. No hay hombre que pueda vivir sin creer en nada. La responsabilidad colectiva de los cristianos es enorme, por haber dejado que las ideologías apagaran su fe.
La característica de nuestro tiempo es un sobre todo, una enorme crisis de la fe, una humanización del Evangelio, una reducción a escala terrenal de toda la revelación, de todo el mundo sobrenatural. El hombre busca la seguridad en la que todos los hilos estén en su mano. De aquí que la fe se viva mal, porque la fe implica un riesgo.
¿Qué garantía tenía María de aquello que el ángel le reveló, no era un sueño descabellado? Pero la fe no es consecuencia del razonamiento: está en un estrato superior, y como la razón es un instrumento para las cuestiones humanas, la fe lo es para las sobrenaturales y necesita desde su raíz del auxilio de la gracia, porque el hombre no puede por sí mismo traspasar sus propios límites. Es necesario creer en Dios y creer a Dios, como hizo la Virgen María. Y en la medida que creamos en Dios y queramos hacer su voluntad, en esa medida se aumenta la gracia y nos aproximamos a Dios; al estar más cerca de Dios hay más luz, el conocer la Verdad es más claro y la fe más viva y poderosa; y a la inversa, todo esfuerzo rectamente dirigido por alcanzar la verdad nos perfecciona moralmente. Hay pues una íntima y secreta correspondencia entre la claridad de la mente para la fe y la rectitud moral, correspondencia que afecta sobre todo a cuestiones metafísicas y sobrenaturales. El encuentro con Dios lleva también un carácter de arrojo, la incertidumbre de algo que se percibe pero no se palpa es lo que Peter Wust, habla de riesgo audaz de la fe.
Pero sólo el que tiene una voluntad dispuesta para creer, recibe el don de la fe. La fe es para vivirla, para dejarse penetrar por ella, para que conforme la vida entera como lo hizo en la vida de la Virgen María. Es este momento en el que el hombre encuentra el punto de apoyo inconmovible que le da seguridad y capacidad para acometer las mayores empresas.
La fe en definitiva es la colaboración del hombre en el ejercicio del poder de Dios.
Y su esperanza, ¿cómo era su esperanza, ¿cómo la vivió?
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los Cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos, no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. Corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón del hombre (nº 1817 y ss CAT).
La esperanza es disfrutar de lo que no se tiene, porque se sabe que se va a tener aquí y en la vida eterna. La esperanza y a quién la pose, le dota de una paz interior y una certeza de la victoria final.
“ Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la triibulación, sed asiduos en la oración» (Rm 12,12).
La esperanza nos da fuerza para luchar aquí por el trabajo, la unidad familiar, la salud, los hijos, el matrimonio, la patria, los amigos. La esperanza te mantiene firme y alegre.
María en muchos momentos de su vida vivió de la esperanza, especialmente en los momentos más duros, difíciles y llenos de sufrimiento, María reaccionó ante la Cruz con ESPERANZA.
En el dolor, el cristiano puede sentir la presencia real de Cristo. A los cristianos nos gusta la Cruz porque ella es portadora de Cristo, no porque nos guste sufrir o hacer sufrir a los demás.
María ante la cruz no huyó, María encontró alivio en su Hijo, a través de la esperanza en las promesas hechas por Dios todopoderoso. María no divinizaba el dolor, si lo podía evitar lo hacía pero cuando no podía, encontraba en su Hijo Jesucristo, el alivio constante y suficiente para seguir esperando, contra toda esperanza humana.
El hombre de hoy está sumergido en la cultura de la muerte, y de la huída del dolor y el sufrimiento. Está perdiendo una ocasión única de estar con Cristo, de fortalecerse con y en Él, de aumentar su capacidad de superación y de seguir luchando por un mundo mejor.
María supo estar en la Cruz, allí donde los discípulos huyeron, serena y entera, no huyó de sus propios problemas ni de los ajenos. Mantuvo la esperanza hasta el final, no se rindió porque sabía que las guerras las ganan los soldados cansados!.
María adoptó un comportamiento práctico, muy femenino, no enunció discursos en los momentos de dificultad, solo estuvo allí, con el que sufre, ofreciendo la esperanza de su Hijo, el Salvador de los hombres (cf. María camino de Perfección, Santiago Martín).
Es necesario que imitemos a María en su comportamiento ante el dolor, la enfermedad, las contrariedades y el sufrimiento, propios y ajenos. No huir. Es necesario dotarnos de la virtud de la esperanza para no desfallecer, implorarla de Dios, para seguir caminando. María nos dejó un admirable camino de esperanza para recorrer junto a ella.
Podemos por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf. Rm 8,28-30) y hacen su voluntad (cf. Mt 7,21) .En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, perseverar hasta el fin (cf. Mt 10,22) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las buenas obras realizadas en la Tierra con la gracia de Cristo.
La esperanza cristiana tiene su origen y modelo en la esperanza de Abraham, colmada en Isaac, de las promesas de Dios y purificada por la prueba del sacrificio:
“Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia » (Rm 4,18).
La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en las Bienaventuranzas, que elevan nuestra esperanza al cielo como hacia la tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Cristo. Pero por sus méritos y su Pasión, Dios nos guarda en la esperanza que no falla ( cf.Rm5,5). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en el Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear. En la esperanza, la Iglesia implora que todos los hombres se salven ( cf.1Tm 2,4) (cf. nº 1817 y ss CAT).
En definitiva, la esperanza está íntimamente ligada a la fe, pero no fe solo en Cristo muerto sino fe y esperanza en CRISTO RESUCITADO. Debemos tener claro el contenido de nuestra esperanza, para no esperar en vano. Debemos saber y esperar que después de la Cruz viene la Resurrección. Debemos vivir el cristianismo con la certeza que no estamos solos en el mundo, ni tampoco solos frente al pecado, el nuestro y el ajeno. ¿Qué es el pecado? , sino la falta de amor. María era Inmaculada desde su concepción y por ello el pecado no tenía cabida en su interior. Solo el amor convivía en Ella. Y así María amó a la Humanidad en la generosidad y en la misericordia. Compartió con la gente su tiempo, su oración, sus cualidades excepcionales, su sabiduría.
La Madre Teresa de Calcuta decía que es un acto de justicia darnos con amor a los demás, como respuesta al que nos amó primero: «Hay que dar hasta que duela».
Vivir con la certeza y la esperanza, en que después de la muerte, está la vida eterna donde Dios nos esperará con las manos abiertas y con su misericordia divina.
Y la caridad, la más importante virtud según San Pablo, ¿como la vivió María?
La Caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios (nº 1822 CAT).
Jesús hace de la Caridad el mandamiento nuevo.
«…..habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. La Caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo:
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permanecer en mi amor*. Si guardáis mis mandamientos , permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9-11).
*15,9-11: Se introduce el tema del amor como forma de fructificación. La fuente del amor, del que nace la alegría perfecta, se remonta al Padre y al Hijo.
Cristo murió por nosotros cuando éramos todavía enemigos* (cf. Rm 5,10), por eso nos pide que amemos como Él hasta nuestros enemigos (cf. Mt 5,44), que nos hagamos prójimos de los más lejanos (cf. Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf.Mc 9,37) y a los pobres como a Él mismo (cf.Mt 25,40-45).
*5,10 Los impíos de 5,6 y los pecadores de 5,8 son calificados ahora de enemigos; con ello se facilita la expresión de los efectos de la muerte de Cristo en términos de reconciliación.
El ejercicio de las demás virtudes está inspirado y animado por la Caridad. Y esto lo sabía bien la Virgen María, sabía que la caridad era el vínculo de la perfección, es la forma de las virtudes, que las articula y las ordena entre sí.
La Caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar.
La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino (nº 1827 CAT).
La práctica de la vida moral animada por la caridad, da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como mercedario en busca de una recompensa, sino como hijo que responde al amor del que nos amó primero (cf.1Jn 4,19).
La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la practica del bien y la corrección fraterna, es benevolencia, suscita la reciprocidad, es siempre desinteresada y generosa, es amistad y comunión ( cf .1 Co 13,4-7*).
*13,7 Refiriéndose a la caridad, al amor » Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» .La triple repetición de todo lleva a su máxima expresión la presentación del amor como el mayor de los dones del Espíritu Santo.
San Agustín decía que la culminación de todas nuestras obras es el Amor. Ese es el fin; para conseguirlo corremos hacia él; una vez llegados, en él reposamos.
Santiago Martín en su libro María, camino de Perfección, nos habla de la caridad de María en su visita a Isabel, denominándolo un viaje de Caridad. Lo que motivó a María para ir a visitar a su prima, en cuanto supo que estaba encinta, no era la curiosidad humana, el morbo de saber si Dios había cumplido la promesa hecha a Zacarías, ni tampoco la pura motivación humanista de ayudar al prójimo necesitado (además Isabel probablemente contaba con criados que la podían atender) sino lo que la motivó fueron motivos religiosos ,que la llevaron a emprender una obra concreta de Caridad auténtica: viajar hasta la actual Ain-Karim, situada hacia el Sur, en la montaña de Judea, durante varios días de viaje, debió ser para Nuestra Señora un viaje hermosísimo, meditando en su corazón todo lo que el Arcángel Gabriel le había anunciado.
María estaba lo suficientemente motivada espiritualmente para emprender ese viaje, sabía que el encuentro con su prima Isabel no era casual, era la persona que Dios le ponía delante para compartir gozosamente la Encarnación del Verbo, y además era un indicio a tener en cuenta, que en la Anunciación, el ángel la había mencionado a Ella y a su futuro hijo: Juan el Bautista. María sabía que debía haber una conexión entre ambos sucesos. Pues la moción interior que la hizo viajar a casa de su prima, era algo sobrenatural y extraordinario, que experimentaba en su Ser.
Pero además María emprendió el viaje también como una obligación, como un deber que tenía para con Dios de Amarle a Él y al prójimo: en este caso Isabel. Pero hay más ocasiones en el Evangelio, en que Nuestra Señora actúa con una caridad ardiente: en las bodas de Caná, al sentir compasión ante la escasez de vino en la boda de unos novios; en la Pasión, acompañando a Su Hijo y a las demás mujeres en el trance a la muerte; durante los días previos a Pentecostés, ayudando a los discípulos a superar la incertidumbre de la Resurrección de su Hijo y después, colaborando en todo lo que podía, en la Iglesia naciente.
Hoy día María se hace presente en el mundo de miles maneras. El aumento de las apariciones marinas en el último siglo y en el presente, muestran la Caridad de María, el Amor hacia sus Hijos, que no vacila en seguir luchando por nuestra conversión. Aunque hayamos fallado, Ella es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora (cf. Lumen Gentium).
El gran escritor Dostoieswsky escribía “Si Dios no existe todo está permitido”. Dios es el garante de los derechos de los débiles.
La oración de María estaba siempre unida a su acción caritativa a favor de los más desfavorecidos, pero también hacia los más cercanos.
Su amor concretado en obras se caracterizaba por ser:
- Un amor motivado religiosamente, es decir, lo que la movía a actuar era su Amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo, como a Ella misma.
- Un amor entendido como Deber a Dios y al prójimo, pues Ella se sentía sierva, criatura y sabía que tenía unos deberes que cumplir ante Dios y con los demás, especialmente los más necesitados (no sólo de cosas materiales también necesitados de lo espiritual!).
- Un amor concreto en obras, no solo abstracto, sino operante en la sociedad que la tocó vivir en la Tierra y desde el Cielo, su intercesión por la humanidad en todas las épocas.
- Un amor que reza, interconectado con la oración continua, es decir, no era un actuar por actuar sino que era una actuar caritativo fruto de su oración interior.
Contemplando su Amor, su Caridad, podemos observar que es un Amor pleno, que ama sin exclusión, que no cierra las puertas al que se ha equivocado, al contrario, le tiende la mano de nuevo para amar juntos a Dios y al prójimo. Un amor recíproco, que busca la unidad primero a la perfección. María era una experta en mantener la unidad: vale más lo menos perfecto en unidad que lo más perfecto en desunión.
Tenemos que imitar a María en este punto, avanzar en la unidad en la familia, entre los compañeros de trabajo, en la Iglesia, en nuestra nación, sabiendo amar y sabiendo ceder. Estar unidos en nombre de Cristo. Que lo que nos una sea el Amor a Cristo, amar con el estilo de Cristo, respetando las normas morales sabiamente enunciadas por la Iglesia Católica.
Sin unidad no hay testimonio de caridad y sin él no habrá conversiones, no hay evangelización.
María como Madre desea fervientemente la unidad de sus Hijos, y como Madre que es, nos indica que debemos amar primero a los más cercanos, para así, ejercitados en el amor doméstico, podamos amar a los más alejados.
Su amor es una amor sin límites, sin esperar nada a cambio, que perdona y sabe cuando tiene que ser perdonado (Juan Pablo II declaraba que el perdón a los terroristas, se puede realizar, cuando hay garantías de un arrepentimiento sincero).
María supo perdonar a los discípulos que huyeron de la cruz, a los sacerdotes judíos que acusaron indebidamente a su Hijo, a la autoridad romana que lo clavó en la cruz. María les perdonó porque los amaba a pesar de todo.
María era portadora de paz, y por ello sembraba unidad a su alrededor: gracias a su amor mantuvo a los discípulos indecisos después de la Cruz, unidos hasta Pentecostés. Y con su amor maternal, inundó de una caridad ardiente la Iglesia naciente que ha llegado hasta nuestros días.
Dios solo está donde hay Caridad, porque Él mismo es Amor (cf. Deus Caritas est, Benedicto XVI) y donde hay caridad, hay perdón y unidad. María como Madre de Dios y como Madre Nuestra, es la expresión perfecta de la Caridad y de cómo el Amor puede impregnar todos los actos cotidianos y singulares de nuestra existencia, haciéndolos únicos e irrepetibles.
La humildad y la docilidad ¿cómo vivió María estas dos virtudes?
El Real Diccionario de la Lengua Española (RAE) define en su primera acepción, la humildad como la virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar con este conocimiento.
Esta definición nos puede ayudar a adentrarnos en la virtud mariana por excelencia. La propia Virgen María en su Magnificat, hace una expresión bellísima de esta virtud. Lo rompe a cantar llena de gozo cuando Dios la regaló la prueba de la certificación del milagro de la encarnación operado en Ella, a través del saludo de su prima Isabel Bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús.
El Magnificat es una espontánea y poética manifestación de los sentimientos interiores que embargaban a Nuestra Señora y también una expresión de las más íntima raíz de su ser y de sus relaciones con Dios.
Si Isabel bajo el impulso del Espíritu, ensalza la fe de María, ésta responde con un gozoso canto a la humildad. El Magnificat es sobre todo un grandiosa alabanza a Dios Todopoderoso, una acción de gracias a la bondad del Creador.
Hay un reconocimiento de su propio ser, Ella no es más que la esclava del Señor, es su único título ante Dios: la ancilla domini. Por otra parte es un reconocimiento a la gracia. Ella no ha hecho nada, pero Dios ha hecho en Ella cosas grandes, porque ha puesto sus ojos en su insignificancia.
Dios se fijó en ella por su pureza y se encarnó por su humildad.
¿Pero cómo pudo María practicarla con tanta radicalidad? Porque tenía las prioridades de las cosas bien puestas, tenía su cabeza y su corazón bien amueblados. Sabía que Dios era el primero y que Ella era criatura frente al Creador. Reconocía que lo bueno que hacía era don de Dios. Atribuía la belleza y bondad de las cosas, de las criaturas, a su Autor: Dios.
Ella había sido elegida para ser Madre de Dios, era una obra grande que la exigía un cierto desapego de las cosas del mundo. Esta actitud humilde la sirvió para pasar las pruebas más duras, en aquellas circunstancias en que no se la trató como se debía. También la práctica de la humildad la ayudó a aceptar los imprevistos de la vida sin quejarse, al contrario, aceptándolos humildemente sabiendo que Dios los permitía por algún motivo desconocido para Ella en ese momento.
El apóstol San Pablo en su Carta a los Romanos (cf. Rm 12,1-2) ya nos decía que no nos ajustásemos a este mundo, sino transformados por la renovación de la mente, para que supiéramos discernir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
Es de suma importancia no perder de vista que la humildad es la verdad: un hombre o mujer son humildes en la medida que son verdaderos, en la medida que ven la verdad de las cosas. La soberbia aniquila en el hombre la capacidad de ver las últimas realidades, aquellas que por ser profundas requieren penetración, todo el mundo sobrenatural.
Por eso si se obra en consecuencia con lo que parece y no de acuerdo con lo que es, entonces el hombre comete los mayores absurdos en su vida.
El hombre que cree poder algo por sí mismo es un monstruo cegado por el orgullo, injusto con Dios. No ve que hasta vivir minuto a minuto, para respirar y moverse, y pensar, necesita la acción de Dios. No ve tampoco que está tarado por el pecado original, con el entendimiento sujeto a error, con la voluntad a merced de cualquier impulso. No percibe su impotencia, su libertad esclavizada por el pecado. Se apoya exclusivamente en sí mismo, en su inteligencia, en su habilidad, en su fuerza, en su poder, en su capacidad como si se las hubiera dado a sí mismo, como sino se las debiera a nadie. Por eso el soberbio es también, por esencia, injusto. Humanamente se desconoce a sí mismo, pues ignora, por principio, lo que él es por esencia: imagen y semejanza de Dios.
Decía la Santa de Ávila, a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios: mirando en su grandeza, acudamos a nuestra bajeza
Siguiendo con el Magnificat hay un constante andar de Dios a la criatura y de la criatura a Dios, un encadenamiento de contrastes, un continuo ir y venir de grandeza a bajeza y viceversa. Hasta que paulatinamente, la grandeza de Dios va absorviendo la atención cada vez más intensa y sostenidamente, y entonces se llega a la más perfecta expresión de la humildad: el olvido de sí mismo y una permanente atención a Dios, para que sólo Él sea glorificado.
Hasta aquí hemos visto el primer elemento de la humildad, que es la actitud de la mente, el andar en Verdad.
Pero ahora se trata de la expresión de esa humildad. Lo primero atañe a la inteligencia y lo segundo a la voluntad. Es cuando entra aquí la docilidad.
La Virgen María no vivió pendiente de sí misma, sino pendiente de Dios, de su voluntad. Por eso era tan consciente de su insignificancia, sintiéndose incapaz de todo, pero sostenida por Dios. La consecuencia fue el entregarse, el vivir para Dios. Sólo el humilde puede ser dócil. El soberbio no se adapta al plan de Dios, si es que llega a conocerlo, porque no tolera quedar subordinado a un lugar inferior al que se cree merecer. Su yo es tan fuerte, que no deja espacio a Dios, a su gracia. El punto de contacto entre Dios y el hombre es la gracia, que sólo puede penetrar donde hay un vacío que la espera y la llama.
Si la humildad es la verdad de las cosas, seremos humildes en la medida que seamos verdaderos. Y el camino más rápido es la sinceridad. En el mundo de siempre se teme a la verdad. Por eso se acude a la mentira y a la simulación. Y olvidamos con facilidad que no son los hombres quien nos tienen quién juzgar sino Dios.
Dios hizo cosas grandes en María porque vio en Ella su humildad. Y María se llenó de gozo.
(Cf. Suárez, Federico, La Virgen Nuestra Señora, Ed. Rialp, Madrid 2005, cap. IV Vida Oculta).
(Cf. Martín, Santiago, María camino de Perfección, Premio de Espiritualidad Martín Roca).
La pureza ¿qué es la pureza en María?
El Real Diccionario de la Lengua Española (RAE) define la pureza como cualidad de puro y en su segunda acepción, como virginidad y doncellez.
Estas definiciones nos ayudan a penetrar en los misterios de la Inmaculada concepción, parto virginal y pureza de María.
Siguiendo el libro “Sin Pecado concebido” de Joseph Torras i Bages, editado gratuitamente por Noticias Cristianas, podemos leer nada más comenzar sus páginas, María es la pureza.
El autor nos explica que Dios siendo la luz esencial y que toda la luz viene de Él, es por eso también la pureza por esencia, y es tal la pureza divina, que todas las cosas, tanto las espirituales como las materiales, pueden contemplarse en aquella purísima Substancia, que es la fuente cristalina de toda la existencia. Toda la creación está contenida en Dios y en Él veremos todas las cosas cuando hayamos llegado a la eterna felicidad de la Gloria.
Esta inmensa pureza de Dios quiso el Señor que fuese reflejada en una privilegiada criatura, en la Inmaculada Virgen María, a quién escogió por sagrario de su Hijo eterno.
María es la más pura de las criaturas por designio divino y por eso quiso reposar en sus entrañas cuando quiso hacerse hombre.
Sólo a Dios se le puede aplicar los atributos o perfecciones diciendo que son infinitos, es decir sin término ni medida; más los Santos Padres de la Iglesia, con gran exactitud teológica, proclaman infinita la pureza de María. La pureza de María no tiene límites ni medida, corresponde a la plenitud de su gracia, su Concepción es anterior al mundo del pecado, es una Concepción divina. Ella engendrada por Dios desde toda la eternidad, se mantuvo siempre pura y así pura nació en la Tierra, pues estaba destinada a ser la restauradora de la pureza en el linaje de los descendientes de Adán y Eva .
Sigue diciendo el autor,que toda la obra del cristianismo, no es otra cosa, que la restauración de la pureza en el mundo, es la purificación del hombre, porque la santidad no es otra cosa que la pureza más sublime y completa, por eso el Ser puro por esencia es la misma Santidad. Pero Dios ha puesto por ley fundamental de la creación, la ley de la jerarquía, y la pureza y santidad que radican sustancialmente en Él son esparcidas por el mundo principalmente por el ministerio de una criatura que es María.
Jesús es la misma esencia divina y Jesús es el fruto del santo vientre de María.
Por el fruto se conoce al árbol, y el árbol es quien nos proporciona el fruto; por tanto si Jesús es quien purifica el corazón del hombre, siendo Jesús el fruto de María, es evidente que toda la pureza, el olor angélico y divino, que es el aire que respiran las almas puras es proporcionado a los hombres por la Inmaculada Virgen María.
Los artistas cristianos con exacta intuición han dado forma plástica al principio teológico y la Iglesia ha aceptado el símbolo de los artistas y lo ha introducido en la sagrada liturgia. Nos referimos al símbolo de la Concepción Inmaculada de María en una graciosa y pura Doncella que con su pie aplasta la cabeza del dragón infernal que esparció entre los hombres el error y la corrupción.
Esta imagen es una lección popular que interpreta con fidelidad la revelación primitiva , el proto-evangelio, la promesa de la destrucción del mal sobre la tierra, mediante la intervención de la mujer. Y así como Dios quiso que con María se iniciase la destrucción del imperio del pecado en el mundo, así también la ha constituido en auxilio perenne del pueblo cristiano.
(Cf. Torras i Bages, Sin Pecado Concebida, Ed. Noticias Cristianas, Barcelona, 2003, I Parte, epígrafe 2.)