La Acción de María

DURANTE SU VIDA TERRENAL

En este apartado hemos querido interesarnos y profundizar en la vida oculta de María, que fue mucho más prolongada que la de su Hijo Jesús y aún menos conocida, por los escasos datos que tenemos de ella en los Evangelios.

Vida interior

Siguiendo el precioso libro de Federico Suárez, La Virgen Nuestra Señora, escribe todo un capítulo sobre su vida oculta, y comienza el mismo transcribiendo las líneas del evangelio de San Lucas 2,19:

» María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón».

La Virgen María no tuvo una actuación pública, sólo aparece esporádicamente y accidentalmente y siempre en función de su Hijo como en el viaje a Jerusalén y el episodio del Templo, las bodas de Caná y la crucifixión.

El mismo San Lucas, versículos más abajo, con motivo de la visita de Jesús adolescente al templo, (Lc 2,51) insiste en este mismo concepto y casi con las mismas palabras:

«El bajó con ellos y fue a Nazaret y estababa sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón».Y su Madre conservaba todas estas cosas en su corazón«.

Nos sorprende que el evangelista que probablemente se había enterado bien de todo lo ocurrido con Jesús por la propia Virgen María, fuera tan explícito respecto a Ella. Pero hay que tener claro que el Evangelio es el mensaje de Dios y Él nos reveló justamente todo lo que debíamos conocer. Sabemos lo suficiente incluso de la vida oculta de la Virgen María.

Es importante lo que se dice de Ella pero también lo que se calla. Los Evangelios son un resumen escrito de la catequesis oral apostólica más amplia, pero hay otras noticias de la Virgen María en documentos escritos de la Iglesia, como en las mismas cartas de los apóstoles incluidas en el canon del Nuevo Testamento, y aún en los textos litúrgicos.

Pero el Evangelio es lo que dice y lo que calla sobre la Virgen María. Por de pronto sabemos dos cosas: que la Virgen guardaba dentro de sí ciertos sucesos y que los ponderaba en su corazón. Hubo ciertos hechos que la impresionaron y afectaron con más densidad que otros. María no se limitó a registrarlos en su mente: los ponderaba en su corazón. Aquellas cosas tenían un valor y una significación. María no se dejaba invadir por la imaginación ni era una mujer sentimental, sino que ejercitaba la inteligencia. Ponderar en el corazón es lo mismo que pensar en ellas, relacionarlas entre sí, profundizar en su sentido, descubrir las perspectivas que abren. Es vivir interiormente, es estar ejerciendo continuamente las potencias interiores y perfeccionándolas, es irse llenando de contenido. Cuado hay visión sobrenatural sobre los acontecimientos humanos, hay contacto con Dios y el mundo superior y es cuando se posee vida interior en sentido religioso.

Sólo el que vive hacia adentro se va enriqueciendo espiritualmente; las cosas van teniendo un valor, un arraigo en nuestro interior, que es lo que las dan el sentido sobrenatural.

Hoy día es muy frecuente entre los cristianos, la pérdida de la visión sobrenatural, que conduce a la desorientación y al vacío de la vida. Nada entonces tiene sentido porque le falta al hombre la capacidad mínima para poderlo encontrar.

La reflexión conduce a la profundidad interior.

Pero se necesita algo más en un cristiano: esa reflexión debe estar matizada por la fe en Cristo Resucitado.

Cuanto mayor sea la fe de un cristiano, mayor profundidad descubrirá en el mundo que le rodea y descubrirá la riqueza del mundo de la gracia: ese tesoro escondido dentro de nosotros mismos.

Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que a lo largo de los años, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en la santidad, en unión con Dios.

Nuestra Señora no se lo encontró todo hecho en su camino hacia Dios, pues le fueron exigidos enormes esfuerzos y fue sometida a muy duras pruebas. A Ella se le había dado mucho y mucho fue lo que se le pidió.

Pero María no era un autómata, era una mujer y tuvo que esforzarse constantemente por estar siempre dispuesta a lo que viniera, manteniéndose serena y haciendo en cada momento su parte, justo lo que Dios esperaba que hiciera.

La realidad cotidiana exige un esfuerzo de análisis y de captación para luego obrar en consecuencia. Es necesario un pensamiento reposado de las cosas. Y para poder ponderarlas es necesario que haya silencio, ese clima que hace posible la profundidad del pensamiento. Es lo que se llama recogimiento en la vida espiritual. Sin él no hay vida interior.

En el mundo de hoy tan agitado es necesario mayor recogimiento. Y ahí tenemos el ejemplo de María, que no vivió en un convento, sino en medio del mundo, en el seno de una familia cuyo sustento dependía del trabajo diario.

Jesús y San Pablo son ejemplos de la necesidad de recogimiento: ellos se retiraban con frecuencia, durante horas a veces, a la soledad.

Por eso es necesario dedicar a lo largo del día algunos momentos exclusivamente a estar solo, elevando hacia Dios nuestro pensamiento. Y sólo así se da firmeza y orientación a la propia vida, porque es cuando se posee una vida interior que tamiza y encauza los acontecimientos exteriores, extrayendo de ellos el mensaje que Dios comunica y por el cual adquieren su sentido trascendente.


Espíritu de pobreza

¿Pero en qué cosas pensaba María? San Lucas alude a cosas, a hechos que acaba de narrar y que tiene una relación directa con la Virgen. Estos hechos son el nacimiento de Jesús y la adoración de los pastores, la presentación y la adoración de Simeón, el episodio del Templo.

San Mateo consigna la adoración de los Magos y la huida a Egipto (cf. Mt 2).

Todo el mundo maravilloso que el mensaje de Gabriel le había mostrado, todas sus consecuencias. Todo era materia de elaboración interior.

Todo cuanto San Lucas nos dice acerca del Nacimiento es un llamamiento a la pobreza. Pero la lección viene antes. Hay una fiesta de la Virgen, que la Iglesia celebra el 18 de diciembre con el título de Expectación del parto de Nuestra Señora, que nos invita a la reflexión. Es el pórtico gozoso del Nacimiento. María como todas las madres, esperaba con ilusión a su Hijo, todo le parecía poco para él, quizá trazaría con José todos los detalles para el alumbramiento. Pero no solo ellos esperaban a su Hijo, todo el pueblo judío, durante siglos, había vivido con la esperanza puesta en este momento, toda la espera se había concentrado en María.

Pero he aquí que Dios derribó de un soplo todos los planes humanos de sus padres. Jesús no nacería en su casa, ni siquiera en una casa, apenas le fue concedido un establo, donde se recogen los animales para pasar la noche.

Está bien preparar las cosas, hacer planes, tener proyectos pero siempre y cuando sean ayuda para el cumplimiento del plan de Dios. Debemos aplicar la inteligencia al servicio de Dios porque si el hombre es inteligente, como lo es, debe obedecer inteligentemente.

Pero hemos de estar siempre dispuestos a aceptar sin protestas ni gestos de contrariedad, que Dios nos despoje de todos nuestros planes, pues tiene perfecto derecho a hacerlo: «Mis caminos no son vuestros caminos» (cf. Is 55,8).

Dios nos ha dado inteligencia y por eso tenemos nuestros propios puntos de vista sobre las cosas, pero también Dios tiene el suyo, y en caso de no coincidir, Él siempre tiene razón porque no se equivoca jamás.

La lectura del Nacimiento de Jesús deja entrever las horas angustiosas que pasó María en Belén: se daba cuenta de la proximidad del parto, y a causa del edicto de Augusto, muchos judíos de la estirpe de David, habían acudido a Belén a empadronarse, y la pequeña aldea estaba ocupada de tanta gente, que excedía con mucho su capacidad para albergarla.

María y José eran pobres y no tenían mucho que ofrecer. Todas las puertas se les cerraron. La impotencia, la soledad, el desamparo, la carencia de lo indispensable, les hacía caer sobre ellos, un sentimiento de acoso de no poder ofrecer lo mínimo a su futuro Hijo. La Virgen, la llena de gracia, experimentó agudamente estos sentimientos, como si Dios se hubiera olvidado de su propio Hijo. Al final tuvo que refugiarse en una cueva, y allí es donde nació el tan esperado Mesías.
¿Cómo no iba a ser todo ello motivo de ponderación en el corazón de María? Dios la había despojado de sus sueños e ilusiones, la había hecho pasar por la humillación de mendigar un techo. Nadie la había escuchado.

Durante siglos el pueblo de Israel esperaba a su Mesías y ahora que nacía, los encontró bien dormidos en sus cálidas casas. Pero de repente, Ella oyó voces afuera en la noche, voces tímidas y alegres, excitadas y esperanzadas. Y vio a unos pobres pastores, toscos, austeros y de manos ásperas. A ellos había Dios revelado el misterio. Eran los elegidos de la Tierra para ser los primeros en ver al Niño. Se trataba de una gran sinfonía de pobreza.

La Virgen María sabía muy bien que Dios sí la quería, conocía que Ella era la preferida del Padre y que el Niño era el Verbo, el mismo Dios. Entonces ¿cómo explicar todo esto? Debía haber una razón, algún misterio. Y lo había. Cuando alguien ama da siempre lo mejor a la persona amada. Si Dios eligió lo mejor para el Niño y la Madre, es que sin duda la pobreza es un bien.

Y esto en el mundo cristiano de hoy no se admite. Esta carencia de bienes supone un reto a la codicia humana, que atenaza al hombre para hacerlo esclavo de las riquezas y no pensar en lo que verdaderamente importa: el Reino de Dios y su justicia.

Pero no es una pobreza ideal la que nos propone el Evangelio, sino una profunda reflexión sobre ella, que se piensa poco acerca de ella, nos hace ver que la verdadera pobreza no consiste en no tener, sino en estar desprendido. Es decir, renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas, alberga la raíz de la pobreza evangélica. Y esto afecta a pobres y a ricos en todas las edades y clases sociales.

La casa de Nazaret no era un pequeño convento, sino un hogar, y un hogar humilde, el de un carpintero que se ganaba el pan con el sudor de su frente.

El dinero, las riquezas en sí no son malas moralmente, sino que son medios para conseguir otras cosas, de ahí que deban utilizarse de la manera y en la medida que sirvan para la consecución del fin al que el hombre está ordenado.

Y el mensaje va dirigido a todos; la pobreza evangélica no está reservada a los franciscanos o sacerdotes que han hecho voto de pobreza, sino también a los laicos, casados o no. Es un llamamiento a vivir sabiendo que Dios nos da lo necesario siempre, si tenemos fe y ponemos los medios. Jesús vivió pobre, tenía una soberana libertad frente a las cosas. Las necesidades de la Sagrada Familia eran mínimas.

Hay que poner los medios y trabajar, pero dejando libre el corazón, porque la codicia y la avaricia, acechan constantemente al hombre para apresarlo.

Una vez nacido el Niño, María se sintió plena de paz y gozo, no hubo nada que la distrajese del Niño. Poco suponen las cosas de la tierra para quienes gocen de la paz y la presencia del Niño. Lo que ocurre es que el corazón sólo puede tenerse de una sola vez en una sola cosa, si es que se quiere poseer ésta en toda su intensidad, de ahí que sea tan difícil a los ricos (a los que tienen puesto su corazón en las riquezas, pues se puede ser pobre y estar comido por la avaricia y la envidia por los bienes que no se poseen) entrar en el Reino de los cielos.

Todo es de Dios. Nosotros somos los administradores que cuando nos llegue nuestra hora, tendremos que dar cuenta al Señor de lo que hemos hecho con los bienes que nos dio.


El presentimiento de la Cruz

Hay tres episodios en la infancia de Jesús que merece la pena que nos detengamos. El primero de ellos es la circuncisión.

A los ocho días de su nacimiento, tal como lo ordenaba la Ley, fue circuncidado el Niño, le pusieron el nombre de Jesús, el que le puso el ángen antes de que fuera concebido.

María y José se encontraban lejos de su casa y sus vecinos y probablemente la circuncisión del Niño no fue celebrado con fiestas como en el caso de Juan. Jesús había nacido con un nombre, el suyo, y por la circuncisión ese nombre fue oficialmente anunciado al mundo, haciéndose público lo que hasta entonces había pertenecido a la intimidad de María y José.

Unas semanas después María y José llevaron a cabo el cumplimiento de otros dos preceptos de la ley judía:

La presentación del primogénito

En el capítulo 13 del Éxodo, versículo 1:  “El Señor dijo a Moisés: » Conságrame todo primogénito; todo primer prarto entre los hijos de Israel, sea de hombre o ganado es, mío».

y en el versículo 15: » Como el faraón se había obstinado en no dejarnos salir, el Señor dio muerte a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde el primogénito del hombre al del ganado. Por eso yo sacrifico al Señor todo primogénito macho del ganado. Pero a los primogénitos de los hombres los rescato. Esto será como señal sobre tu brazo y signo en la frente del que con mano fuerte nos sacó el Señor de Egipto» (Ex 13,15-16).

El rescate se hacía pagando una cierta cantidad, la cual eximía a los primogénitos de la obligación de servir en el Templo.

El otro precepto ser refería a la madre, pues toda mujer que daba a luz un hijo varón quedaba legalmente impura, debiendo permanecer en casa durante cuarenta días, sin tocar objeto alguno santo, sin poder entrar en el Templo hasta que ser cumplía el tiempo de su purificación. Entonces al transcurrir los cuarenta días, debía presentarse al sacerdote, a las puertas del Templo y ofrecer una tórtola y un cordero (o dos tórtolas si era pobre), que el sacerdote ofrecía en sacrificio orando a Dios por ella.

Cumplido, pues el tiempo María y José con el Niño, hicieron el viaje a Jerusalén. Humildemente como una de tantas mujeres, la Virgen se unió a otras madres en la puerta oriental y esperó a que el sacerdote tomara las palomas, mientras, a su lado, José la acompañaba para pagar el rescate por el Niño. Ofrecieron al Niño y lo recibieron de nuevo.

Sucedió entonces otro de esos acontecimientos imprevistos que, por lo inesperado, dejan siempre huella profunda. Un anciano, en la puerta del Templo, se adelantó hacia ellos y tomando al Niño en sus manos, alabó a Dios. Habíale sido prometido por el Espíritu Santo que no moriría sin antes ver al Salvador de Israel, y el mismo Espíritu le había hecho conocer al Niño. Tras dar gracias a Dios por tan gran favor, ante los ojos atónitos de María y José, Simeón se dirigió a María y le hizo una revelación: Jesús iba a ser causa de contradicción; en cuanto a Ella una espada le atravesaría el alma.

Fue una profecía, y lleva consigo ese elemento que incita a la consideración. Aquellos días que habían transcurrido desde el nacimiento de Jesús se habían deslizado en Belén con toda suavidad, y para la Madre, debieron ser días felices y sin sombras.

Así hubiera podido transcurrir hasta la vida pública de Jesús. Sin embargo Dios tenía otros planes. En la Anunciación Dios había revelado a María una parte de la salvación: la encarnación del Verbo pero no de la Redención.

Si María hubiera entrevisto el Calvario seguramente se lo hubiera narrado a San Lucas como hizo con la Encarnación. Lo que Ella podía entrever tenía su fuente en Isaías y alguna otra alusión de la Escritura.

El encuentro con Simeón es el momento en que se anuncia a la Virgen, su participación en el destino de su Hijo, su asociación al dolor del que pagó por los pecados de todos. María fue objeto de una ilustración del Calvario más singular que los demás discípulos de Jesús. Ello se debía a los vínculos tan fuertes que existían entre Hijo y Madre, entre Dios y María.

La conciencia de la Cruz en la inteligencia humana de Jesús fue muy precoz, era la meta a la que se encaminaba su vida terrenal. Dios pudo dispensar a la Virgen de la aguda punzada que era el conocimiento de lago tremendo, doloroso y desgarrador, hasta el mismo momento de la Redención. Pero no lo hizo: el pensamiento de la Cruz acompaño a María desde la Presentación, a los cuarenta días apenas del nacimiento de Jesús.

A partir de ese instante toda la felicidad de contemplar a Jesús crecer, iba teñida de un resquemor interno que le hacía imposible la felicidad absoluta.

Fue este un sentimiento que acentuó la unión entre ambos, haciéndoles solidarios de la Redención futura, sin necesidad de palabras, ligados entre sí y separados del resto del universo por el vínculo que era la voluntad del Padre.

La Encarnación era el principio del fin. Y María al pronunciar su Sí se había entregado sin reservas a la voluntad de Dios, y a partir de ese momento de su Fiat, comenzó a saber todo lo que esa voluntad divina esperaba de Ella, y su entrega fue creciendo en perfección a medida que su conocimiento del plan de Dios se iba desarrollando y completando.

Pero este presentimiento de la cruz no amargaba la vida de María, pues la amargura va unida al descontento y no parece que la Virgen María quien había dado su existencia a Dios sin condiciones, pudiera estar amargada.
Lo que sí hizo la profecía del viejo Simeón fue hacer más graves las alegrías de la Virgen, es decir como un contrapeso que la impidiera el dejarse llevar por las cosas de la tierra.

Y de aquí tenemos que aprender nosotros: hay en la vida alegrías y tristezas, tan extremados que arrastran comprometiendo la personalidad entera, obligando a uno a andar a remolque de cualquier excitación pasajera.

La alegría es una virtud, pero deja de serlo cuando se convierte en un simple abandono a una reacción instintiva. Como el atolondramiento o la ligereza que denotan una falta de ponderación de vida interior. Pues no hay mejor contrapeso para la ligereza que la profundidad , y no hay cosa que más facilite ésta que el sentido de la Cruz.

Un cristiano no puede ser nunca un inconsciente, no puede aspirar a una felicidad puramente natural, porque no es un pagano.

En las adversidades debemos poner la mirada en la esperanza y en la realidad que no hay mal que dure cien años! Tampoco debemos entregarnos por entero al gozo pasajero porque no tenemos aquí abajo ciudad permanente sino que buscamos la futura (cf. Heb 13,14).

El peligro más grave que el mundo de hoy nos presenta no es el pecado mortal claro y tosco, sino la infiltración sutil de un humanismo cuyo contenido y horizonte permanezca al margen de toda realidad sobrenatural. Sin Cruz no hay cristianismo y la mortificación (aceptada cuando sobreviene, sin buscarla porque Dios la envía de paso, o buscándola voluntariamente) es la demostración habitual de que la creencia en Cristo es algo vivo y no pura teoría.

La seña del cristiano es la Santa Cruz, enseña el Catecismo.

Si hay algo en el mundo que dé a los hombres una auténtica alegría de vivir es el vivir el Evangelio de Cristo. La fe en Cristo lleva a una aceptación de la realidad, no a una huida. De ahí que guardar el corazón de todo hedonismo sea tan importante para la realización del destino del hombre sobre la Tierra: buscar a Cristo, encontrarse con Él, unirse a Él. Ser otro Cristo. Y la mortificación es una tenue película delicada y fina, que se interpone entre las cosas de la Tierra y el corazón, impidiendo quedar pegado a ellas.


Visión sobrenatural

Ignoramos cuánto tiempo permanecerían en Belén la Sagrada Familia, después de la presentación del Niño en el Templo.
En algún momento al pasar la aglomeración provocada por el empadronamiento, debieron dejar el establo y pudieran habitar una casa. María contempló la llegada de los Magos y escuchó de sus labios la prodigiosa historia de una estrella que les mostraba la ruta hasta el Rey de los judíos, y cómo Herodes, el rey, les había informado amablemente y expresado sus deseos de ir también a adorarle…y allí ante la mirada atónita de María y José estaban ellos, hombres sabios y ricos, en una pobre aldea hincados de rodillas ante un Niño de escasos meses que descansaba en el regazo de su Madre.
Aquella noche la Virgen debió dormirse maravillada de aquella fe, sencillez y buena voluntad de aquellos jeques orientales, feliz y dichosa de ver la honra que se hacía a su Hijo.
Pero de nuevo su felicidad fue interrumpida por José, quien le comunicó la necesidad de partir inmediatamente :

Levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto ; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (cf. Mt 2,13).

Otro momento de felicidad que se desvanecía: ¡Cómo la trataba Dios!

El viaje era largo y difícil, huyeron de noche sin detenerse. Cientos de kilómetros por caminos ásperos atravesando un desierto. Era una huida temerosa. Y la meta final un país extraño y desconocido, lejos de todo lo que les era familiar, de sus tradiciones y creencias, de sus amigos y parientes. No debió ser un viaje agradable, debió ser un viaje como para los demás: cansancio, monotonía fatigosa, privaciones. De nuevo la ruta de Egiptoera recorrida por elegidos por Dios, como Abraham y José, como Jacob y los patriarcas.

La estancia en Egipto debió de ser difícil y sin duda un episodio de los que con más fuerza se grabaron en el ánimo de María.

Pero María nos enseña de nuevo a tener visión sobrenatural de los hechos de la vida, cuando se sabe que hay una voluntad de Dios que lo quiere, que es un elemento activo en el mundo, y es así como lo que parece una catástrofe no lo es. Cada acontecimiento grande o pequeño no es nunca un punto final, se convierten en el anillo de una cadena cuyos sucesivos eslabones han sido previamente escogidos de la mejor calidad posible.

«Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio» (Rom 8,28).

Es la visión sobrenatural de las cosas las que nos mantiene serenos, incluso ante las propias y ajenas miserias. Para un hijo de Dios siempre brilla el Sol. Ahora bien para tener esa visión que trasciende las apariencias hay que tener fe en Dios y en la palabra de Dios.

La visión sobrenatural es la fe vivida cotidianamente hasta los más insignificantes pormenores de la existencia. María ponderaba las cosas en su corazón. Con una visión humana la Virgen hubiera tenido motivos más que suficientes para sentirse molesta. Pero sabía que Dios andaba detrás de todo lo que le ocurría, y que lo que Ella no entendía tenía una explicación en Dios.

No exigía milagros, respetaba los designios del Creador, conocía la fuerza de la libertad humana, sabía la existencia del pecado. Precisamente su Hijo tenía que ver con todo ello: había venido a reparar los estragos de los hombres.

Otra profecía fue cumplida, como puntualizó San Mateo: » y se quedó hasta la muerte de Herodespara que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: » De Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2,15). Dios se valió de la maldad de Herodes para cumplir lo que estaba anunciado, lo mismo que se valió de que un emperador poderoso, Octavio Augusto, ordenara una empadronamiento de las gentes que vivían bajo su imperio para poner en marcha una serie de acontecimientos que culminarían con la realización de otra profecía, y así Jesús nació en Belén, cuando todo cabía esperar que naciera en Nazaret.

Aquí está lo admirable de la acción divina en el mundo: sin violentar a nadie lo convierte en instrumento de su gloria para bien de los que le aman.

De ahí saber que Dios nunca se equivoca y además siempre vence, para que nada ni nadie nos quite la paz interior, por muy perdido que parezca estar una situación que vivamos. Todo cobra sentido, solo hay que ponerse en el otro lado del tapiz: la imperfección humana utilizada, corregida y salvada por la gracia.


Naturalidad y discreción. El valor de las cosas pequeñas

La actitud de María era profundamente contemplativa pero no por ello inactiva. El que ponderara en su corazón cuantas cosas observaba no le impedía desarrollar con naturalidad su propia vida dentro del ambiente y en las condiciones en que Dios la había colocado.

San Lucas y San Mateo aluden a ciertos acontecimientos que le afectaron muy de cerca, pues fueron hechos singulares, que a la Virgen debieron quedársele muy grabados y por ellos los comunicó. Pero es obvio que no toda la vida de la Virgen María no se redujo a tales hechos singulares. Que los evangelistas no nos digan nada de los demás da pie a creer que apenas tuvieron importancia por lo que son de comunes y ordinarios. Y es precisamente esta falta de noticias lo que provoca pararse en ellos por sus incalculables consecuencias.

La primera de ellas es pensar que la vida de María era como la de cualquier ama de casa judía, esposa de un carpintero, que se dedicaba cada día a todos estos humildes menesteres, monótonamente repetidos día tras día, durante años y años.

La segunda consideración es la que nos lleva a pensar que María pasa inadvertida como una más entre tantas mujeres del pueblo. Nada de su aspecto exterior había chocante ni llamativo, nada que la singularizara distinguiéndola de las demás mujeres. Una persona observadora podría percibir en Ella un algo distintivo en su porte digno y sereno, que todo aquél que cultivara su trato se sintiera cautivado por su dulzura y suavidad, por su profundidad y sencillez. La elegancia espiritual, la delicadeza interior, cuando se poseen, se dejar entrever en la conducta y hasta en la mirada y el gesto.

Cuando los pastores y los magos encontraron a María con el Niño en el pesebre, no había nada en Ella que desentonara con el conjunto.

Cuando en la puerta oriental del Templo con el Hijo en brazos esperaba confundida entre otras muchas madres el momento de presentar al Niño y purificarse, Simeón no la descubrió a Ella, sino a Jesús y por Jesús a Ella.

Sus convecinos no supieron jamás quién estaba viviendo entre ellos, con quién trababan diariamente. Nunca supieron que María, la esposa de José, el carpintero, era la Madre de Dios Hombre. No hizo sentir a nadie su superioridad.

Salvo en Caná donde sabe desaparecer discretamente apenas cumplida su misión, nunca se la ve junto a Jesús en los momentos en que la muchedumbre entusiasmada aclamaba al Mesías y quería proclamarlo Rey

María sabe y calla. Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está junto a la cruz de Jesús, su Madre.

El mundo, los contemporáneos de Jesús y María esperaban acontecimientos que encajasen con su modo peculiar de concebir al Mesías y hoy el mundo es idéntico a sí mismo. Y es que el hombre es de tal condición que si no está moralmente dispuesto a buscar a Dios, no le convertirá el más sensacional de los milagros.

Muchos milagros hizo Jesús y no por ello se convirtieron los judíos; al contrario quisieron acabar con Él.

Este muro impenetrable y espeso, de mentalidades estrechas, debió causar más de un sufrimiento a la Virgen María. Ella aceptó el mundo como su Hijo lo había aceptado: tal como era.

Y lo que hizo que la Virgen viviera inadvertida, con absoluta naturalidad fue su discreción.

Hoy en día la discreción no es un privilegio general. La curiosidad y el afán de notoriedad se complementar para desvirtuar la virtud de la discreción sustituyéndola por el misterio o el secreto.

Discreción es la prudencia en el hablar y en el actuar, y al contemplar a la Virgen María, es muy instructivo el ponderar su ejemplo. Jamás reveló el gran misterio de su Maternidad, pero haciendo que informara, matizándola con su perfume, la vida ordinaria en su propio nombre. Nada exterior de su vida fue modificado por Dios al encarnarse el Verbo, y Ella siempre fiel, no hizo nada por mudar lo que Dios no había cambiado.

La mejor manera de parecer algo es serlo. A muy pocos nos gusta pasar inadvertidos. Si tenemos luz ya se ocupará Dios de colocarnos donde podamos iluminar lo que debe ser iluminado. Quien hace las cosas por brillar, le falta naturalidad, es artificial y se queda en pura propaganda y publicidad.

Peor todavía es valerse de lo espiritual para obtener ventajas materiales o comprometer lo espiritual exhibiendo lo que pertenece a la intimidad con Dios, para dar ejemplo. ¿Quién puede pensar que la Virgen o Jesucristo hicieran nada de lo que hicieron para dar ejemplo? El dar ejemplo es una consecuencia del obrar bien, pero no un fin.

Era natural que siendo Ella distinta hubiera en su proceder un algo indefinible que lo caracterizara, el sello de su singular personalidad, comportarse como uno mismo con naturalidad, haciendo lo que se debe en el ambiente en que se encuentre, aun cuando con ello se llame la atención.

Jesucristo igual resucitaba a un muerto o curaba a un enfermo como que trabajaba con su padre en el taller o bendecía a unos niños. Lo hacía todo con soberana naturalidad.

El mundo de hoy la discreción y la naturalidad son virtudes que un cristiano debe poseer y cultivar, pues solo así será levadura en medio de la masa, en íntimo contacto con los demás. Solo así el cristiano podrá realizar su cometido en este mundo, pues será una demostración de cómo la religión y la vida pueden ser compatibles y más aún, la primera es la que fecunda y da sentido y contenido a la vida.

La mayor parte de los días de la Virgen no tuvieron nada de particular, exactamente lo mismo que nos ocurre a todos nosotros. La Virgen María no hizo milagros en el tiempo que estuvo en la Tierra. Salvo la Anunciación, en su vida no hay nada exterior extraordinario, pues la visita de los pastores y los Magos son cosas que le sucedieron, no que hiciera Ella. Pero su vida tiene una grandeza que no es corriente, y es sí es realmente extraordinario.

Su ocupación habitual fue el trabajo, vulgar y sencillo, los pequeños quehaceres que hay en una casa: cocinar, limpiar, amasar el pan, ir a por agua, lavar la ropa…Sus relaciones no muy numerosas ni brillantes, nada de particular en suma.

Sin embargo, la Virgen María es la más santa de las criaturas y la santidad requiere virtudes heroicas, una gran fidelidad a la gracia, una plena correspondencia a los llamamientos del Espíritu Santo.

Fue creciendo constantemente a lo lago de su vida, aumentando al compás del tiempo. La santidad de María creció día a día y algo debe haber en esos quehaceres cotidianos, cuando la Virgen empleó casi todo el tiempo de su vida en ellos, al igual que José y que el mismo Jesucristo quiso gastar dieciocho años de su vida haciéndolos.

Lo que es necesario poner de relieve es que en las cosas pequeñas nos jugamos no solo la perfección sino la misma salvación. La grandeza y la santidad no está en lo que se hace sino en cómo se hace. El amor que se ponga, la ilusión, la perfección con que se realiza, es lo que en último término da calidad a las acciones.

Lo que es realmente difícil, lo que exige un valor fuera de lo común, lo que requiere un tesón fabuloso y un esfuerzo sostenido, es la perseverancia diaria en cumplir bien los deberes monótonos que hay que realizar un día tras otro.

Toda nuestra vida tan vulgar, tan corriente, puede convertirse en algo grande si el amor pone ilusión y perfección. Es muy significativo que el Señor premiara a sus servidores porque fueron fieles en las cosas pequeñas (cf. Mt 25,21) y que dijera que quién es fiel en lo poco lo es en lo mucho.

El fiat decisivo de Nuestra Señora en el que se le exigió una fe, una esperanza y una caridad extraordinarias, es inconcebible sin la preparación de los años anteriores, en los que no sucedió nada, pero durante los cuales la fidelidad de María en la vida diaria la dispuso a la fidelidad en el momento en que Dios la necesitó para lo más grande. Así mismo su fortaleza al pie de la cruz, vino preparada por la unión que con Él tuvo a lo largo de los años precedentes.

El éxito está en el cuidado de las cosas pequeñas.

Lo admirable y lo más imitable de la vida de la Virgen María, fue sin duda, su vida oculta, su fidelidad en lo pequeño, la perfección en lo que no se ve, pero que Dios sí ve y aprecia.

(Cf. Suarez, Federico, La Virgen Nuestra Señora, Ed. Rialp, Madrid, 2005, cap.IV Vida Oculta)



DURANTE SU VIDA CELESTIAL

La Virgen María no murió como los demás mortales, sino que Dios la preservó de la muerte al igual que la concibió inmaculada sin pecado original desde su concepción, o la mantuvo virgen durante todo el embarazo y parto de Jesús y el resto de su vida mortal.

Ella fue asunta a los cielos, es decir, elevada a la vida junto a la Santísima Trinidad sin pasar por la muerte física. Terminó el curso de su vida en la tierra y fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del Universo.

La Asunción de la Santísima Virgen María constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijoy una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.

Ella es nuestra Madre en el orden de la gracia por su total adhesión a la voluntad del Padre. Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, su esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres.

Con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna. Por eso es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora (cf. números 966 y ss CAT).

La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia.

Todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres brota de la sobreabundancia de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia (LG 60).

Ninguna criatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero así como en el sacerdocio de Cristo participan los ministros y el pueblo creyente, así la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distinta manera y así la única Redención no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente (LG 62).

De modo singular la Virgen desde los cielos desea hacerse especialmente presentes en determinados lugares y en personas concretas para mostrarnos su constante amor e intercesión de Madre. He ahí que hayamos considerado necesario tratar las apariciones marianas ,como lo que realmente son y con la importancia que tienen: son manifestaciones sensibles de María para transmitirnos diferentes mensajes que convergen siempre en UNO, llenar el corazón de Cristo y seguirle dentro de su Iglesia en el tiempo y con las circunstancias que nos toquen vivir. Evangelizar el mundo sin miedo para que el hombre encuentro el sentido de su vida y alcance la vida eterna junto a Dios.

(Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, Ed. Asociación Editores del Catecismo, Madrid, 1992, I parte, I. 964-972)