Rachel Lu, casada y madre de tres hijos, ex mormona, es profesora de Filosofía en la St Thomas University de St Paul (Minnesota, Estados Unidos), y conversa al catolicismo desde la Iglesia de los Santos de los Últimos Días: los mormones. En un reciente artículo en Crisis Magazine explica las dificultades que suponían para ella los dogmas marianos antes de entrar en la Iglesia, y aporta su experiencia para quienes ejercen su apostolado entre los protestantes (los ladillos son de Cari Filii):
Me avergüenza confesarlo, pero hubo un tiempo en el que podía llegar a ponerme nerviosa con los dogmas marianos. En los años inmediatamente anteriores a mi conversión, solía referirme a la afirmación de la Inmaculada Concepción de María y a su virginidad perpetua como los obstáculos principales para mi rendición intelectual. Sencillamente, no creía en esas cosas.
No tenía objeción a ninguna de las enseñanzas morales. El papado no me molestaba. ¿No a los anticonceptivos? Sin problema. Sin embargo, esas enseñanzas marianas realmente se me atragantaban.
Volviendo la vista atrás, parece totalmente ridículo. ¿Hasta qué punto comprendía sus fundamentos teológicos? ¿Por qué me importaba tanto? Después de más de una década de vida católica, virtualmente no dedico ni un minuto a preocuparme por los detalles de los dogmas marianos, y creo que mis objeciones eran sobre todo una excusa para ganar un poco de tiempo mientras resolvía algunos asuntos personales. Sin embargo, discutía de ello con bastante vehemencia, y evocando ahora mentalmente, todavía recuerdo algunas de las razones por las que esas doctrinas me irritaban. En esta pasada celebración de la Inmaculada, me planteé un ejercicio que podía ser útil: ¿cómo podemos ayudar a nuestros hermanos no católicos a comprender por qué festejamos a la Madre de Dios de esta forma tan especial?
Exclusividad católica
Una razón por la cual la gente se obceca con los dogmas marianos es porque son exclusiva y característicamente católicos. Esto convierte las enseñanzas marianas en un foco natural de tensión. ¿Por qué los católicos están tan seguros de que saben algo que los demás no sabemos?
En un cierto momento de mi vida, me preocupé mucho por la “unidad de los cristianos”. Yo quería que los cristianos de toda índole se vieran a sí mismos como una gran familia, el Cuerpo de Cristo, el ejército de Dios sobre la tierra contra los errores del secularismo y de la modernidad. Los dogmas marianos eran un arquetipo de esa actitud sabelotodo que, en mi opinión, era el obstáculo real a la unidad: “Dios nos reveló esto a nosotros, ¿no te has enterado? Bueno, tú verás. Los católicos tenemos todo lo que necesitamos”.
En cierto modo, pues, los dogmas marianos eran sólo una puerta de entrada para un conjunto más amplio de asuntos concernientes a la naturaleza de la autoridad de la Iglesia. Los protestantes suelen insistir en estos puntos de forma más sistemática, especialmente refiriéndose a sus tres sola [solo]: sola fide [solo la fe], sola Scriptura [solo la Escritura], sola gratia [solo la gracia]. En este asunto, la más relevante sería la sola Scriptura. Las enseñanzas sobre María no parecen proceder de la Escritura, así que muchos protestantes se sienten a salvo descartándolas como añadidos de una Iglesia corrupta y caprichosa.
El problema de la autoridad
Existen poderosos argumentos contra los solas, y a veces el esfuerzo merece la pena. Sin embargo, mi propia experiencia sugiere que las inquietudes sobre la autoridad doctrinal pueden trascender estas cuestiones teológicas concretas. Yo misma no compartí nunca los solas, y sin embargo consideraba irritante la doctrina mariana. Al haber crecido en una Cristiandad ya fracturada, estaba acostumbrada a ver la fractura como el problema, y la actitud imperial de Roma como un obstáculo a la armonía cristiana.
Obviamente, la autoridad es un punto fundamental para cualquiera que quiera ser católico. No hay muchas sutilezas en este punto: el posible converso debe asumir mentalmente si está dispuesto o no a aceptar la autoridad de Roma. Sin embargo, para quienes luchan en las trincheras de la apologética católica, puede ser de ayuda valorar un contexto más amplio. Cuando a la gente se le calienta la cabeza con puntos oscuros del dogma, es muy probable que la autoridad sea el problema subyacente real.
La solución puede residir en darles una visión más amplia del contexto, de modo que la pretensión de Roma de ser la única autoridad doctrinal no parezca tan escandalosa. Para quienes profesan (como mi antiguo yo) un ardiente deseo de unidad cristiana, es valioso hacer ver que los protestantes, a quienes falta una autoridad central, han fracasado notoriamente en mantener cualquier tipo de unidad. A largo plazo, ese camino (¡como todos los demás!) conduce a la gente a Roma.
La simplicidad del pesebre
Dicho esto, creo que tenía más razones concretas para oponerme a las enseñanzas sobre María, a diferencia de la infalibilidad papal, los anticonceptivos u otros potenciales “añadidos”. Educada como mormona, nunca celebré las fiestas marianas, pero me encantaba la fiesta de Navidad. No tengo memoria de cuándo supe por primera vez de los pastores y de los Reyes y el precioso niño de María: son algunas de las imágenes más poderosas de mi primera infancia. Así que me sentía un poco como protectora de la escena del pesebre, que hacía aún más indignantes los “añadidos”. La Humanae Vitae tuvo sentido para mí desde la primera vez que la leí, pero el dogma de la Inmaculada Concepción no lo tenía: me parecía como si los católicos estuviesen intentando ser demasiado perfeccionistas. ¿Por qué “adornar” la sublime simplicidad de la historia evangélica con un lenguaje florido y arcanos teológicos?
Estaba confundida, por supuesto. Sin embargo, mi confusión puede resultar instructiva en el siguiente sentido: a veces la mejor forma de ayudar a un potencial converso consiste en mostrarle que no tiene por qué perder ninguna perspectiva o bienestar espirituales que sean preciosos para él. Una antigua protestante amiga mía suele decir que para ella resultó decisivo darse cuenta de repente de que… “¡Oh, hay algo más!”. Todo lo que ella amaba en el protestantismo estaba de algún modo re-articulado en la tradición católica, pero había más de cualquier otra cosa que un cristiano pudiese desear (filosofía, espiritualidad, sacramentos, santos, etc.). Los “añadidos” no son algo malo si nos ayudan a aproximarnos a la belleza y a la verdad.
La espiritualidad de María tiene muchas caras, y a quien una le suscite rechazo otra le tranquilizará. A mí misma me desagrada lo dulzón y emocional, así que muchas imágenes y memes marianos me repelían. No me confortaban esas estatuillas pastelonas, ni entusiastas de María como San Luis María Grignon de Montfort (quien a mis ojos parecía completamente recargado). Sabiendo esto, un sacerdote me recomendó algunas oraciones: por supuesto, el Rosario, pero también algunas letanías que combinaban una simplicidad austera con una impresionante lista de títulos. Presumiblemente, él esperaba que algo de esa mezcla resonaría conmigo y desactivaría mi impulso defensivo. Fue una sabia sugerencia. Realmente no tiene ningún sentido quedarse fuera de la Iglesia por amor a la Santísima Virgen. Sin embargo, los posibles conversos tienen todos sus pequeñas inseguridades, y un poco de sensibilidad puede ser eficaz.
El amor de la Virgen abraza a todos
En diciembre de 2004, fui a misa en la fiesta de la Inmaculada Concepción por primera vez en mi vida. (Antes había evitado concretamente esa misa por principio.) Cuando los fieles entonaron el Immaculate Mary, recuerdo que pensé: “Esto es precioso. Esta canción tiene exactamente la simplicidad infantil que yo asocio con María. ¿Cuándo cantan realmente los mormones su amor a la Madre de Dios?”. Sentí que me relajaba.
Los católicos amamos a la Santísima Virgen. Tenemos muchísimos recursos para acercarnos a la Madre de Cristo. Para quienes están fuera del redil, sin embargo, puede ser útil a veces reconocer que ella no nos pertenece en exclusiva. Su atractivo puede alumbrar en muchas direcciones, y su amor abraza a todos. Compartiéndola afablemente con los demás, podemos inspirar en algunos de ellos el deseo de buscar un lugar donde su brillo pueda experimentarse más plenamente.
Traducción de Carmelo López-Arias.