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Marcelo Van, el religioso que de niño se sentía autorizado por la Virgen… ¡para «robar» el cepillo!

 

«A menudo no era fácil robar al párroco«, escribe Marcelo Van: «Por eso normalmente solía recurrir a la Virgen. Después de presentarme ante ella y exponerle todas las desgracias de mi vida, me acercaba al cepillo de las limosnas e intentaba extraer algunas monedas. De sorprenderme alguien, me habría acusado de robo; pero ante la Virgen era inocente, ya que con su permiso me atrevía a tomar ese dinero. Siempre me fue fácil extraer el dinero del cepillo de la Virgen, siempre ocurría todo según mis deseos».

¿La Virgen María, justificando un robo? A primera vista puede parecer escandaloso, incluso blasfemo. Pero hay que conocer la historia al completo.

Sufrimientos por comulgar, sufrimientos por la Virgen

El autor del texto autobiográfico, Marcelo Van (1928-1959), religioso redentorista vietnamita, tiene abierta su causa de beatificación. Cuando sucedieron los hechos que relata, tenía ocho años: si hemos de imaginar la escena, se parecería mucho a algunas travesuras parecidas de Marcelino Pan y Vino en la película que rodó Ladislao Vajda en 1955.

Y, lo más importante: cuando el pequeño hablaba de las «desgracias» de su vida, no exageraba ni se justificaba. Era, efectivamente, pobre, y estaba solo en terreno hostil… que no debía haberlo sido, donde le dejaban sin comer y apenas gozaba de ropa y calzado que ponerse.

Ya había sentido la vocación sacerdotal, y había acudido desde su localidad natal de Ngam Giao a la vecina de Huu Bang, para irse preparando en casa de un sacerdote que tenía una especie de seminario menor. Era un hombre negligente que delegaba el gobierno del día a día en un catequista odioso que, celoso de la santidad de Marcelo, le hacía la vida imposible, dándole palizas continuas con una vara de bambú. Para impedirle comulgar, le ponía como condición recibir tres varazos la noche anterior. El niño aceptaba el castigo con tal de recibir al Señor.

Se refugiaba para consolarse en el rezo del rosario, así que le quitaron el rosario; contaba entonces las avemarías con garbanzos, así que le quitaron los garbanzos; se fabricó un rosario con nudos en una cuerda que escondía en el cinturón, pero también se lo encontraron. Hasta las manos estaba dispuesto a perder con tal de no abandonar esa práctica de amor a María. Así lo explica también en su Autobiografía: «Aunque tenga que sacrificar hasta la punta de mis diez dedos, nunca dejará mi corazón de expresar su amor a la Virgen con el rezo del Rosario. En efecto, es gracias a esta práctica por lo que María mi Madre ha acudido siempre a socorrerme, obligando al demonio a temerme, de tal modo que nunca consiguió vencerme».

Una relación especial con María

La historia de Marcelo Van es la historia de esa relación especial con la Madre de Dios. Nunca la vio, pero sí escuchó su voz. La suya, y la de Jesucristo y Santa Teresita del Niño Jesús, los tres guías de su vida. Una vida que está transformando muchas otras, y que se resume en una perfecta obediencia a la voluntad de Dios, conocida con una cercanía mística de la que no duda quien fuera su director espiritual, el padre Antonio Boucher: «Su vida ejemplar, la pureza de su alma, su obediencia perfecta a su director espiritual y su generosidad frente al sacrificio me dan un prejuicio favorable con relación a la veracidad y a la autenticidad de aquellas comunicaciones». Lo mismo debió pensar el cardenal  François-Xavier Nguyen Van Thuan (1928-2002), pues fue el primer postulador de su causa.

La gran prueba de esa fidelidad al designio de Dios la dio Marcelo Van al rechazar ser sacerdote. Había sido su sueño desde niño, desde que jugaba de pequeño con sus hermanos a decir misa y hacer procesiones. Por ser sacerdote soportó todas aquellas penalidades infantiles y muchas otras que vinieron después, recogidas en la Pequeña historia de Van del padre Boucher recientemente publicada en español.

En efecto, guiado por la Santísima Virgen, a quien había acudido pidiendo ayuda en un momento de desolación espiritual, conoció la Historia de un alma de Santa Teresita del Niño Jesús, y vio en ella a un alma gemela que pronto comenzó a guiar su vida también mediante locuciones interiores. Fue la carmelita de Lisieux quien le anunció que Dios no le quería como sacerdote, sino como religioso. Y Van, todo docilidad, luchó contra la frustración de los planes de su vida para hacer realidad los de Dios. Cuando le propusieron ser sacerdote, dijo que no, porque no eran los planes de Dios. También a través de la Virgen supo que Dios le quería en los redentoristas, la congregación fundada por San Alfonso María de Ligorio, uno de los grandes apóstoles de la devoción a María, a pesar de que había comenzado su formación en los dominicos.

En la Congregación del Santísimo Redentor ingresó y allí estuvo hasta que en 1954 fue detenido por el naciente régimen comunista de Vietnam del Norte. Murió en un campo de concentración cinco años después. Fue a consecuencia de las enfermedades contraídas en reclusión, un tiempo durante el cual terminó de germinar su fama de santidad, pues se convirtió en consejero y consuelo de sus compañeros de desgracia siempre con una sonrisa en los labios.

Un apóstol de María para el siglo XXI

Marcelo Van está llamado ser una de las grandes figuras espirituales de la devoción mariana en el siglo XXI, a medida que se va extendiendo el conocimiento de su figura. Se ha publicado en español una serie de libros sobre él, de los cuales uno en particular se centra en la importancia que tuvo para él la Madre de Dios.

Oh María, eres mi verdadera madre es un breve texto de Eric de Kermadec, sacerdote de la diócesis de Lyon (Francia) y antiguo profesor de Mariología en el seminario de Ars, que permite rastrear la huella de esa guía mariana en la vida de Marcelo Van a través de su autobiografía (escrita por orden de su confesor, el padre Boucher), de su epistolario, de sus coloquios con Jesús, María y Santa Teresita.

La idea de la Virgen como Madre es esencial en la vida interior de Van, tan próxima a la infancia espiritual de la santa de Lisieux. En una de sus reflexiones, él mismo explica por qué: «Ya en el cielo, siempre te llamaré con el nombre de Madre, como suele llamarte mi hermana Teresita… Sí, este nombre, ‘Madre’, es el único que me gusta darte. No me gusta llamarte ‘Reina’ ni darte otro nombre. ¡Oh, María! Tú eres Madre, solo Madre y nada más. Para mí, eres Madre, la única que es verdaderamente mi Madre».

Lo cual no decía porque la suya natural hubiese sido mala. Al contrario, se quisieron y ella siempre le apoyó en su vocación sacerdotal primero y religiosa después. Pero aquellos coloquios interiores con Nuestra Señora le habían transformado: «Eres, ¡oh madre! mi baluarte de protección, el remedio a mis heridas y la enfermera cuyas manos están siempre disponibles para curar las llagas de mi corazón y secar sus lágrimas. ¡Oh, María! No puedo sino mantener siempre la mirada fija en ti y confiarme a tu protección».

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María, Reina de las Familias, ruega por nosotros

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