La determinación de la Virgen María de entregarse a Dios desde niña, en un cuadro donde Tintoretto sugiere sutilmente que ella es nuestro modelo: es el comentario artístico y espiritual de Margherita del Castillo en La Nuova Bussola Quotidiana.
Presentación de María: ya de niña, firmemente decidida
En el Protoevangelio de Santiago, uno de los textos apócrifos, se lee que María, siendo muy pequeña, fue presentada en el templo por sus padres, Ana y Joaquín: un lugar donde solo unos años después sería introducida para llevar una vida sacerdotal hasta su encuentro con José. Este relato, reiterado por diversos autores cristianos, estuvo en la base de la celebración, o más exactamente de la memoria, que se festeja cada 21 de noviembre en recuerdo de la dedicación de la basílica de Santa María la Nueva en Jerusalén, ya desaparecida. A partir de 1585, bajo el pontificado de Sixto V, esta fiesta se incluyó definitivamente en el calendario litúrgico.
La entrega de María a Dios desde la infancia ha sido, naturalmente, un tema iconográfico muy desarrollado en todas las épocas: desde Giotto, por ejemplo, en la capilla de los Scrovegni de Padua, a Paolo Uccello en los frescos de la catedral de Prato.
Lo encontramos también en la pintura véneta: en Cima da Conegliano, por ejemplo, en Carpaccio y en Tiziano.
Y precisamente en Venecia nos detenemos hoy, entrando en una iglesia emblemática de la arquitectura gótica en la laguna veneciana, bajo el título de la Madonna dell’Orto.
En la nave derecha está sepultado Jacopo Robusti, conocido como Tintoretto. De este extraordinario maestro se conserva aquí una de las telas incluidas entre sus obras maestras: la Presentación de María en el Templo.
Ya en 1548 se tiene noticia del encargo a Tintoretto de las puertas del órgano de la iglesia “con una presentación de Nuestra Señora por fuera, y dentro dos imágenes”. Es curiosa la retribución acordada: cinco escudos, un barril de vino, dos sacos de harina. En aquella época el pintor tenía solo 29 años: en poco tiempo se convertiría en el más prometedor de su generación. Y, de hecho, al ser requerido su talento en otro lugar, no volvería a este taller hasta 1551, y no sin antes haber revisado el contrato de obra.
La pintura suscitó admiración enseguida, empezando por Vasari, quien lo describió como “una obra rematada y la mejor realizada y más fascinante pintura que hay en aquel lugar”. En su conjunto, la composición es muy impactante. El centro de la escena es la Virgen Niña, que destaca en contraluz mientras sube los 15 escalones (correspondiente al número de los salmos que cantaba el pueblo de Israel cuando subía al Templo de Jerusalén), de la monumental escalera que surge desde abajo. El oro de los escalones emite un resplandor que añade a la historia un toque maravilloso.
María avanza decidida, sin sus padres, de quienes Tintoretto prescinde, hacia el sacerdote que la espera en lo alto, demostrando así su firme voluntad de ofrecerse a Dios. La siguen con la mirada, repartidos entre las sombras, los lisiados, los mendigos, los escribas. Pero, sobre todo, mujeres. Una en particular llama nuestra atención. Está retratada de espaldas y tiene junto a sí a su hijita, a quien señala a María como ejemplo a seguir.
A dos figuras sencillas, a una mujer cualquiera, Tintoretto confía un papel clave, el de testigo, mediadora entre nosotros, los espectadores, y el suceso sagrado. Nos invita, a través de ellas, a mirar a María, cuya entrada en el Templo marca el inicio de la salvación para toda la Humanidad.
Traducción de Carmelo López-Arias.