En ocasiones se ha intentado presentar a Goya como un descreído o un escéptico, explicando sus cuadros religiosos como meros trabajos de encargo. Pero diversos hechos en su vida sugieren que no es así, y que al menos hacia la Virgen del Pilar tuvo gestos de devoción sincera. Al respecto escribe Antonio R. Rubio Plo en el número de mayo de la revista El Pilar:
Goya y la Virgen del Pilar
Las exposiciones y los estudios especializados de las últimas décadas han revalorizado el papel de Francisco de Goya como pintor religioso, faceta habitualmente reducida a los tópicos de obras inmaduras de juventud y encargos de puro compromiso. Dicha percepción del artista se complementa con la imagen de un Goya anticlerical, que serviría para confirmar que la pintura religiosa goyesca es de segundo orden. Sin embargo, las raíces del pintor aragonés no avalan esta visión.
Retrato del pintor Francisco de Goya (1827), obra de Vicente López Portaña.
Fue en el colegio de los Escolapios de Zaragoza donde el joven Francisco mostró predisposición por el dibujo e interés por el arte, y a esto se sumó el ejemplo de su padre, José, maestro dorador, un auténtico experto que asumió el encargo de controlar la calidad de los dorados de las imágenes de la basílica del Pilar, que, a mediados del siglo XVIII, seguía siendo un edificio en construcción.
La familia formada por José Goya, Engracia Lucientes y sus cinco hijos vivía en la plaza de la Mantería, junto al Coso zaragozano, no lejos de la gran basílica mariana. Frecuentes eran los desplazamientos del padre al Pilar, y en ocasiones debió de acompañarlo el perspicaz Francisco. Allí contemplaría el triunfo de un estilo artístico, muy influido por el barroco italiano, con elegantes composiciones en las que primaban los detalles de la puesta en escena. Era el estilo que el joven Goya asumiría en el fresco Los ángeles adorando el nombre de Dios, pintado para el coreto del Pilar en 1772.
Sin embargo, esta obra poco tiene que ver con la bóveda Regina Martyrum, que le encargaron en 1780 y que obligó al pintor a regresar a Zaragoza desde Madrid, donde había encontrado trabajo en la corte de Carlos III, por mediación del conde de Floridablanca.
Por entonces, el artista, que ya no disponía de casa en la capital aragonesa, escribía a su amigo y compañero de colegio, Martín Zapater, para pedirle que le buscara una vivienda. Con gran sencillez, Goya describe el mobiliario que necesitaba: «Una estampa de Nuestra Señora de Pilar, una mesa, cinco sillas, una sartén, una bota y un tiple, asador y candil. Todo lo demás es superfluo». Había vuelto a su ciudad para pintar una bóveda donde estarían representados santos mártires, en su mayoría aragoneses, presididos todos ellos por la gloria de la Reina de los mártires. Vemos en escena a San Lorenzo, San Valero, San Vicente, Santa Engracia, Santo Dominguito de Val o San Pedro Arbués, junto a San Esteban, el primer mártir, y los apóstoles San Pedro y San Pablo.
Sin embargo, la obra no gustará a los canónigos que la habían encargado. Acaso esperaban algo más académico, como los habituales rostros casi inexpresivos del neoclasicismo vigente. En su lugar, Goya había desatado una apoteosis del color y la luz, iluminadores de los rostros de los mártires, llenos de la alegría y serenidad de quienes son conducidos por María al Paraíso.
El rechazo de su trabajo causó a Goya una profunda desilusión, la que confirma que nadie es profeta en su tierra, aunque el tiempo acabaría poniendo las cosas en su sitio. Con todo, en otra carta, fechada en Madrid el 20 de octubre de 1781, el pintor pedía a su amigo Zapater que rezara por él a la Virgen del Pilar, porque «tengo muchas ganas de trabajar y, sin embargo, recibo muchos trabajos que me aburren».
La sensibilidad artística y religiosa presente en la bóveda del Pilar contrasta con el tópico de un Goya seco y rudo. Llama la atención de que, hacia 1771, pintara un lienzo en el que se representa a la Virgen del Pilar rodeada de ángeles, un cuadro, no de encargo, sino destinado a la devoción familiar, en el que el convencionalismo rococó tiene vocación de ser superado por los ricos matices cromáticos y de luz.
Esta obra demuestra que el pintor era receptivo a las devociones vividas desde niño, sin dejar de ser un hombre sabio e ingenioso, conocedor de las corrientes culturales del momento. Hijo de un modesto artesano, le tocó codearse con la nobleza, aunque nunca compartió con ella esas modas e ideas de París que pretendían arrinconar la religiosidad y la sabiduría populares, tachadas orgullosamente de arcaicas. Conviene recordar que Goya nunca fue un ilustrado escéptico a la francesa, y su anticlericalismo debió de ser, ante todo, un reproche, a menudo amargo, de la incoherencia de muchos cristianos entre la fe y la vida.