[Un equipo de La Contra TV se desplazó recientemente hasta Turquía para grabar una pieza sobre la asombrosa historia del descubrimiento, hace ya más de un siglo, de unas ruinas en las montañas alrededor de Éfeso. Se trata de la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, según testimonio de la beata Ana Catalina de Emmerick. Lo sorprendente del caso es que la mística jamás pisó el lugar. De hecho, nunca salió de su país. Más aún: buena parte de su vida la pasó postrada en una cama. ¿Que cómo tuvo noticia entonces y noticia tan precisa? Aquí lo cuenta el director de La Contra TV, Gonzalo Altozano.]
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Universo Emmerick
El libro se trata de una detalladísima biografía de la madre de Cristo escrita sobre el papel pautado de los dogmas marianos, de ahí que abarque desde su concepción inmaculada hasta su asunción en cuerpo y alma a los cielos, pasando por su perpetua virginidad y su condición de madre de Dios, sin arrojar la más mínima sospecha sobre ninguna de estas verdades de fe. Como autora del libro, figuraba Ana Catalina de Emmerick, por más que la misma jamás estampó en una hoja una sola de las frases del libro, ciertamente voluminoso. Y si esto asombra a alguien, espérese a adentrarse en el universo Emmerick.
¿Una infancia como otra cualquiera?
Nacida en la Westfalia de 1774, Ana Catalina de Emmerick pronto supo lo que eran las asperezas de la tierra, hija como era de unos pobres aparceros. No solo desde niña tuvo que arrimar el hombro para poner algo de comida encima de la mesa, sino que como quinta de nueve hermanos hubo de ejercer como madrecita de los más pequeños. Semejante cuadro de penurias explica que solo asistiera cuatro meses a la escuela. Poco importa si fue allí o en casa donde la niña Emmerick aprendió a leer. El caso es que entre sus tempranas lecturas y relecturas favoritas ya se contaban el Kempis, los sermones de Tauler, la vida de Cristo del capuchino Martin de Cochem, aparte, claro está, de la Biblia. Esto quizás explique la frustración que la pequeña experimentaba cuando, por razón de edad, no podía acercarse a comulgar, la alegría que le entraba cuando su madre le llevaba al Via Crucis y que, ya crecidita, terminara profesando en un convento de agustinas, el de Agnetenberg, en Düllmen. Porque, miserias a un lado, el hogar de los Emmerick fue un hogar piadoso, con unos padres que a las doce del mediodía interrumpían sus labores para componer una estampa como la del Angelus de Millet. Nada, por otro lado, extraño a tantísimas otras familias de la región y la época. En este sentido, la infancia de Ana Catalina fue una infancia como otra cualquiera. O eso pensaba ella.
Cien años antes del cinematógrafo
Eso pensaba Ana Catalina porque durante un tiempo anduvo convencida de que lo que ella veía lo veían los demás también. Pero qué va. Lo que ella veía, y los demás no, eran, sobre todo, estampas vivas de la Historia Sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, con especial detenimiento en la Pasión de Cristo y, como queda relatado, en la vida de María Virgen; y todo un siglo antes de que los hermanos Lumière inventaran el cinematógrafo, con que nadie podía afearle que viera demasiadas películas.
Cenicienta en el convento
Podría pensarse que un don como aquel era fruto de su gusto por el silencio y la oración, pero no era exactamente así. Podría también pensarse que tal don le abriría de par en par las puertas del convento, y tampoco. No solo tuvo que ejercer durante años de costurera itinerante por granjas y aldeas para allegarse fondos con que costear la dote que le exigirían en cualquier congregación, sino que una vez reunida la dote y profesados los hábitos, sus trabajos y sus días fueron los de una cenicienta rodeada de hermanastras. Ella, en lugar de devolver piedra por piedra, encajaba humilde los agravios de las otras monjas, con el ruego a Dios de que tuviera a bien imprimirle la cruz en su corazón, cosa que hizo, y en toda su literalidad. Que ya lo decía santa Teresa: se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.
Una muerte serena, alegre y confiada
Porque Ana Catalina de Emmerick sería conocida como la monja de las cinco llagas por reproducir en su cuerpo los estigmas con los que, popularmente, se ha representado a Cristo a lo largo de la historia, esto es, uno en cada mano, uno en cada pie y el quinto en el costado. No fueron estos, en cualquier caso, los únicos padecimientos de la monja a su paso por la tierra. De hecho, murió -serena, alegre y confiada, al decir de los testigos- en 1824 de una tisis pituitosa con resultado de parálisis pulmonar, pero como pudo haber muerto en cualquier otro momento por causa de alguna de las incontables enfermedades del alucinante cuadro que padeció a lo largo de su vida.
Jugo de cereza
No fueron los estigmas, cabe insistir, los únicos sufrimientos de la monja, como no fueron tampoco los únicos dones sobrenaturales con los que fue bendecida. Para no ser exhaustivos, sirvan como ejemplo solo dos fenómenos cuyos nombres los señala en rojo el corrector de word cuando los escribes en el ordenador, de raros que son: la cardiognosis o facultad de leer lo que está oculto en los corazones, incluso en los corazones de los perfectos desconocidos, y la inedia o capacidad de vivir sin apenas probar bocado, con una dieta, en el caso de Emmerick, a base solo de agua y el pan de la Eucaristía, al menos entre 1813 y 1816, que en sus últimos años la enriquecería, y solo en contadas ocasiones, con una cucharada de caldo, una o dos de crema de avena o cebada, un poco de manzana cocida, o el jugo de una cereza que sorbía para enseguida escupir la piel, la pulpa y el hueso.
El olvido de sí
Siendo así las cosas, era lógico y normal pensar que la monja de Düllmen llamase la atención de las gentes y, con la de las gentes, las de las autoridades, eclesiásticas, por supuesto, pero también civiles y militares; ella, que tenía vocación de monja pero no de atracción de feria ni de conejillo de indias; ella, que sacaba del cuerpo las palabras justas y necesarias cuando de hablar de su propia persona tocaba, pues detestaba el “yo” (pero el “yo” suyo, no el de los demás); ella, en fin, que se había planteado la vida como una campaña permanente y sin cuartel de olvido de sí misma.
¿Fraude? ¿Qué fraude?
Son tres las instituciones que, sucesivamente, iniciaron y concluyeron investigaciones alrededor de la yacente y doliente monjita de Düllmen, dejando en el proceso cajas y más cajas de pruebas documentales. Hablamos de la Iglesia católica, del invasor napoleónico y de la alta autoridad prusiana. Si la motivación de la primera era la de constatar la sobrenaturalidad o no de los fenómenos, la de las otras dos tenían que ver con razones de orden público. Sea lo que sea, las tres investigaciones procedieron, cada una en su momento, con enorme rigor (excesivo, en ocasiones), sin quitar el ojo a Ana Catalina día y noche, durante semanas y semanas. Ninguna, eso sí, ni siquiera aquellas que tenían el prejuicio como punto de partida, concluyó que se trataba de un fraude, más bien lo contrario.
Un asunto imperial
Así, el doctor Von Wyble, médico personal de Federico Guillermo III de Prusia, informaría a este, gran interesado en el asunto, de que no existía impostura alguna. Y lo mismo el comisario Garnier, máximo responsable de la nada sospechosa de clerical policía napoleónica en la Westfalia anexionada, y quien quedó convencido de la veracidad de los fenómenos, hasta el punto de que ni al final de sus días, en París, sería capaz de recordar a la monjita de Düllmen y contener la emoción al mismo tiempo. Cosa, por otro lado, nada extraña, pues sucedía con frecuencia que había quien iba a visitarla con la curiosidad morbosa de los estigmas, y salía de allí con estos en un segundísimo plano y, por decirlo de una manera cursi, la dulzura de Emmerick palpitándoles en el corazón.
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© De las fotografías: Fernando Díaz Villanueva.