[Un equipo de La Contra TV se desplazó recientemente hasta Turquía para grabar una pieza sobre la asombrosa historia del descubrimiento, hace ya más de un siglo, de unas ruinas en las montañas alrededor de Éfeso. Se trata de la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, según testimonio de la beata Ana Catalina de Emmerick. Lo sorprendente del caso es que la mística jamás pisó el lugar. De hecho, nunca salió de su país. Más aún: buena parte de su vida la pasó postrada en una cama. ¿Que cómo tuvo noticia entonces y noticia tan precisa? Aquí lo cuenta el director de La Contra TV, Gonzalo Altozano.]
Todo empezó en el año del Señor de 1891. Realmente, todo empezó mucho antes, pero ¿dónde está escrito que las narraciones han de seguir un orden lineal? Con que dejémoslo, de momento, en que todo empezó en 1891. Ese año, sor Marie de Mandat Grancey, superiora de las Hijas de la Caridad del hospital francés de Esmirna, en la actual Turquía, andaba enfrascada en la lectura y relectura de un libro en el que tenía puestos sus afectos y cuyas páginas la transportaban a otros tiempos y otros países y, en ocasiones, a otros mundos. Aunque en el libro se hablaba mucho de amor, vaya por delante que no se trataba, ni muchísimo menos, de una novelita de caballeros audaces y damas de las camelias; de ser así, una misionera de la ortodoxia de sor Marie no hubiera decretado, intramuros de su comunidad, la lectura de aquellas páginas en voz alta para sus monjitas. Tampoco se trataba, propiamente, de un libro de geografía e historia, por más que en él se detallaran, y con qué detalle, valga la redundancia, geografías e historias. Era, en resumidas cuentas, un libro tan maravilloso -por las maravillas sin fin que en él se relataban- como inclasificable. Y sin embargo…
Una casita en las montañas
Sin embargo, sor Marie creyó ver la manera de clasificar el libro, y para siempre, bien en el estante de los cuentos de hadas, bien en el de los libros de Historia. De Historia Sagrada, en este caso. El libro, como queda relatado, contaba mil y una historias, todas con un hilo conductor, y cada una encuadrada en un marco geográfico determinado. No se trataba de verificar sobre el terreno todas y cada una de aquellas historias, tarea imposible de llevar a cabo por una humilde misionera, por muy determinada que fuese su determinación, que lo era. Bastaba, más bien, con identificar un único escenario. Lo suficientemente importante en el relato, eso sí. Y también lo suficientemente cercano en el espacio; no más de unos días de viaje. Por ejemplo, la casita en las montañas, o lo que quedara de la misma, construida a los pies de una ladera, desde lo alto de la cual podía divisarse el mar, el mar Egeo, y las ruinas de la ciudad de Éfeso, tal como se describía en el libro.
Permiso de los superiores
La pregunta era cómo desplazarse desde el hospital francés de Esmirna hasta las montañas de Éfeso. Y no porque en 1891 el país no contara con la red de carreteras con que cuenta ahora, sino porque, como superiora de su comunidad, sor Marie tenía responsabilidades y no podía desatenderlas para perderse por los montes en busca de una casita que solo Dios sabía si existía o no. Lo que es casi seguro es que su prurito arqueológico no la atribuyó la religiosa a cosa del demonio. Si no, no le hubiera sugerido al capellán del hospital, el sacerdote lazarista padre Jung, que se aventurase él en busca de la misteriosa casita. No cabe duda de que el sacerdote conocía la existencia del libro. En caso de no haberlo leído, cosa improbable porque llevaba un tiempo causando furor en los círculos católicos del mundo, ya se habría encargado sor Marie, la más rendida prescriptora de sus páginas, de hacerle un resumen de las mismas. El problema era que el padre Jung, lo mismo que sor Marie, estaba sujeto a una serie de responsabilidades de las cuales solo podía librarle su superior, el padre Poulin. Quién sabe si este, a su vez, no ardía en deseos de saber si la consolación espiritual que le provocaba la lectura de las páginas del libro tenía un fundamento real o, más bien, la vaporosa consistencia de una superchería; quién sabe, decimos, porque dio permiso al padre Jung para que armase una expedición con la que sacar a todos de dudas.
Y una voz inflexible grita… “¡En marcha!”
Y fue así cómo el 27 de julio de 1891, una expedición compuesta por el padre Jung, otro sacerdote lazarista y dos laicos echó a andar (y no es este, no, un recurso metafórico) en busca de un hallazgo de incalculables proporciones, un tesoro, si se quiere, que, de encontrarse, en nada debería palidecer frente a otros expuestos en las vitrinas de los principales museos arqueológicos del mundo. Podría escribirse que al equipo del padre Jung se lo tragaron las espesuras de las montañas de Anatolia, que allí hubieron de enfrentar peligros sin cuento, enfrentándose a bestias mitológicas o casi, hasta que años después fueron encontrados al borde la inanición, tocados con unas de esas barbas apellidadas bíblicas, pero con la satisfacción de la misión cumplida. Podrían escribirse estas y otras cosas, pero toda la emoción que le aportarían al relato, se la restarían a la veracidad del mismo.
La Puerta de la Santísima
Porque lo cierto es que Jung y sus compañeros de aventura solo tardaron dos días en encontrar lo que andaban buscando. Y antes lo hubieran encontrado si, en lugar de pertrecharse como los exploradores que no eran, se hubiesen fiado únicamente de sus brújulas, de las descripciones contenidas en el libro causante de que se encontraran donde se encontraban y en los conocimientos acerca del terreno de las gentes del lugar. Pues fue tras preguntar a unas mujeres que laboraban en un campo de tabaco dónde podían beber agua, que estas les indicaron que cerca de las ruinas de una capilla no muy lejos de allí, a los pies de una loma desde lo alto de la cual podía contemplarse el mar Egeo y las ruinas de Éfeso. Un templo, por cierto, al que cada 15 de agosto, ojo con la fecha, y desde tiempos inmemoriales, acudían en peregrinación gentes de los alrededores, de confesión ortodoxa la mayoría, no en vano el lugar había sido bautizado por la tradición local como Panaghia Kapulu, en cristiano, y nunca mejor dicho, la Puerta de la Santísima, esto es, la casa donde la Virgen María habría pasado sus últimos días en la tierra, antes de ser asunta al cielo, tal y como se sostenía en el libro responsable último y primero de aquella expedición.
El título del enigma
Si alguien ha llegado a este punto del relato intrigado por el título del libro del que aquí se ha hablado, no queda sino darnos la enhorabuena por la efectividad del recurso. Ahora bien, de mantener por más tiempo el secreto se corre el riesgo de que tal recurso pierda dicha efectividad y ese mismo alguien deje de seguir leyendo, hastiado ya de tanto enigma. Con que ahí va el título: La vida oculta de la Virgen María.
(En próximas fechas se publicarán las dos siguientes entregas de este viaje.)
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© De las fotografías: Fernando Díaz Villanueva.